26/Apr/2024
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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo VII

Fecha de publicación:

 “ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO VII

Y la vida proseguía. En una ocasión, al salir de clases, Enrique Javier, quien había seguido estudiando como Andrés, se acercó a él y le dijo:

—En estas tardes nubladas, hay una luz tan bella… Te invito a caminar un rato, ¿quieres?

Andrés asintió sorprendido. Nunca supo por qué ese día aquel compañero solitario que admiraba tanto, se le había acercado. Se alejaron de las calles del centro y caminaron hasta llegar a grandes solares, algunos de sembradío. Andrés se sintió a gusto con esa compañía inteligente.

—Últimamente creo que mi trabajo ha descendido de calidad ¿no lo crees Enrique? —Se atrevió a hacer esa pregunta que hacía rato lo preocupaba—. La crítica…

—Para nada —lo interrumpió el otro sonriendo—. Tú eres un gran pintor, lo que ni tú mismo puedes ya evitar. Entonces ¿qué importa que la crítica diga que tus cuadros son buenos o no?

—A mí me importa —se apresuró a decir Andrés.

—Mal hecho. La única razón por la cual uno pinta o escribe, o hace música, es porque no puede dejar de hacerlo, como cualquier función biológica, sólo que pocos tienen la capacidad para realizarla bien. Y no te hagas bolas en la cabeza: tu pintas porque así se manifiesta tu ser. Y ahora te digo —más o menos— lo que dicen los conocedores: “que la obra de arte es un agente capaz de producir determinados fenómenos fisiológicos, perfectamente precisos, o sea, secreciones glandulares que proporcionan al organismo humano elementos tan necesarios para la vida humana como pueden ser los elementos que el aparato digestivo extrae de lo que se ingiere por el fenómeno de la ingestión, de manera que en realidad el arte es una necesidad vital para el ser humano”. ¿Y qué más quieres saber? Haz tu trabajo, Andrés, y no te pongas a pensar en otra cosa.

Todavía al acostarse el chico seguía pensando en lo dicho por su amigo. Sin darse cuenta, esa noche se sintió tranquilo y durmió plácidamente.

San Francisco de Asis (Felipe Santiago Gutiérrez 1851)

 El siglo XIX supuso el tránsito final de las monarquías absolutas que habían dominado Europa desde la Edad Media hasta los estados-nación liberales de nuestros días. Fue también el siglo en el que la industria se impuso sobre las formas manuales de producción. Cien años de progreso científico, filosófico y de derechos y libertades, pero también de conflicto continuo entre clases sociales, naciones y estados.

Estampa de México del Siglo XIX Cortesía Delfina Careaga

Durante los cuatro años siguientes Tiburcio y Andrés se habían visto unas dos o tres veces, cuando el muchacho lograba tener días de asueto en la Academia y el dinero para ir a Texcoco. Y siempre regresaba a sus rutinas con un nuevo brío que le inculcaba el viejo camarada.

En una ocasión Andrés, saliendo de su casa ya para ir a la Academia, recibió, como siempre, la carta semanal de Tiburcio. En la clase la leyó. Pero esta vez, conforme iba leyéndola, experimentaba una sensación imprecisa pero angustiosa. Ese día poco reparó en el maestro, en todo lo que lo rodeaba, atendiendo sólo a la inquietud dolorosa que le había dejado el escrito de su amigo. 

“…y no te preocupes por mí ni ahora ni nunca. Ten la seguridad de que sé lo que hago. Guardo en mi corazón, como una joya valiosísima, la noble justificación que a mí mismo me otorgo por haber vivido el amor perfecto al unirme a mi esposa; amor absoluto por lo que era imposible que durara en este mundo. Y por el cariño más limpio que existe, el tuyo, Andresito. Un cariño que yo siento por ti con esa solidaridad fraterna donde el otro resulta más importante que uno mismo.  Y esos dos sentimientos han bendecido mi vida. Pero ahora, ya tan viejo, la magia de la memoria se me ha desgastado dejándome sólo un irrespirable desierto y el silencio del vacío en todo lo poco que he llegado a ser… Por eso quiero, en esta carta, suplicarte otra vez que no te aflijas, rogarte que me liberes del fardo de tu dolor por el dolor que sientas por mí. Hazme esa merced, Andrés y sigue siendo íntegro, siempre respetándote a ti mismo. Entonces mi existencia terminará por valer la pena si me prometes que mi recuerdo será para ti un motivo grato, algo que rechace a la tristeza, a todo aquello que no tenga luz. Prométemelo querido, querido muchacho… Prométemelo…”.

Pixabay/ Andrys

Era algo así como un grito que estremece pero que no se entienden sus palabras. Era… sí, era como una despedida. De inmediato el joven decidió que saliendo de clases tomaría camino para Texcoco. Ignoraba qué le sucedía a su amigo, sólo sabía que Tiburcio lo requería con urgencia, ¡y las cartas que llegaban con tantos días de retraso!…

Andrés estaba a punto de terminar su clase cuando el conserje hizo entrar al salón a don Marcos Andrade y Garza, su antiguo profesor de pintura, vestido de luto riguroso. Andrés lo miró y estuvo a punto de desmayarse; don Marcos, pálido, no se atrevía a verlo a la cara. Ambos salieron y en el patio se dieron un largo abrazo. A Andrés se le rodaron las lágrimas.

—Está enfermo ¿verdad? A Tiburcio le ha pasado algo grave, lo sé.

El maestro bajó la cabeza.

—Murió antier, Andrés.

El joven por segundos dejó de respirar.

—¡No, no puede ser! Está usted equivocado…

—Lamentablemente no, Andresito… Pero trata de tranquilizarte.  Él murió en paz, quizás soñando. Quise venir personalmente a comunicártelo… Te doy mi pésame; también él fue un buen colega mío…   

Andrés, llorando, no encontraba las palabras.

—¿Cómo fue?… ¿de qué murió?

—Pues el doctor no dijo mucho. Parece que, posiblemente, falló su corazón —contestó el profesor Márquez.

—¿Posiblemente? ¿Qué me está diciendo, profesor? ¿El doctor no supo de qué moría?…

—Bueno, claro que lo supo, pero a mí, tan cercano a Tiburcio no quiso decirme más… y yo…

 En ese instante, Andrés intuyó lo ocurrido aunque también se negó a averiguar y nunca supo si de verdad el amigo de su alma se había suicidado.

—No volví a verlo… —apenas pudo balbucear.  

Durante días no salió de su vivienda, Andrés lloró la muerte de Tiburcio, hasta que en un momento dado, con el rostro aún lleno de lágrimas frente a la noche clara iluminándolo tras su ventana, se dijo que se arrancaba ese dolor para siempre porque así lo quería quien fue todo para él.  —Eres libre, Tiburcio. Tú, aún muerto, seguirás ayudándome a vivir.

Y a partir de ese momento, Andrés María Guzmán trató de no volver a llorar la ausencia de su compañero, aunque, de todos modos, no volvió a ser el mismo.


Andrés continuaba viviendo en la vecindad, pero ya solo. Su hermano había dejado casa y trabajo para integrarse a un movimiento armado con los liberales, al norte del país. A pesar de que Andrés era contrario a todo acto de la violencia, entendía a su hermano, no en balde también fue hijo de un militar. Y a veces, él mismo se reprochaba por su falta de participación directa en los conflictos nacionales, pero pintar se había convertido ya en una obsesión que rebasaba cualquier otro pensamiento de acción. Sólo se sentía completo, en paz, cuando afrontaba una tela en su caballete. Por ello, antes y después de pintar, se sentía solo, a pesar de su carácter sociable, porque siempre se le veía con amigos, tenía alguna que otra aventurilla con muchachas del barrio, iba a las fiestas —aunque éstas cada vez se volvían más escasas por los malos tiempos que atravesaba el país—, y en fin, sabía alternar con todo el mundo.  Aun así, Andrés no era feliz. Su pobreza aumentaba esa soledad, tan difícil de percibir porque era muy profunda. Por otro lado, en ese momento ya había adquirido cierta fama en la Academia. Había participado en tres exposiciones colectivas dentro de la escuela. No obstante, frecuentemente caía en la tristeza. A pesar de habérselo propuesto, Tiburcio le hacía falta todo el tiempo. Y ahora, sin Gabriel… 

No obstante, se fue recuperando, a pesar de que en su interior tuvo ciertos cambios; por ejemplo, no volvió a sentir nada ni a pensar en ese su Dios que creía personal: sin intención de explicárselo había dejado de necesitarlo. En cambio, las palabras del viejo Tiburcio adquirían una nueva sabiduría: “La vida carece de significado; sólo puede tener el que uno mismo le invente, no hay otro”. Y entonces comprendió que su fe había desaparecido, no por ésta o por aquella razón, sino simplemente porque él había nacido sin ese espíritu religioso. Ahora se despojaba de esa fe como de un traje que ya le quedaba pequeño. Por una costumbre ancestral, inconscientemente, agradeció a Dios el no creer más en él.

Andrés ya había cumplido los 17. Los cinco años en que había sido becado terminaban. No fueron suficiente sus ruegos para prolongar este apoyo, y el muchacho tuvo que ayudarse con lo poco que le quedaba de su herencia. Por otro lado, su técnica en la pintura rozaba ya la perfección. Había cambiado tres veces de maestro y de compañeros. Sin embargo, el arrogante Julio, quien definitivamente se había retirado de la pintura para asistir a su padre en sus múltiples negocios, continuaba siendo su amigo por encima de su carácter banal, porque de verdad estimaba a Andrés.

Al muchacho, en ocasiones, la depresión le ganaba y no asistía a la Academia. Pero, aunque le costara aceptarlo no estaba solo del todo. Una mañana, sin levantarse de la cama, de pronto lo asustó una mano enérgica que movía su brazo.  

—Nos has tenido en ascuas por nada. ¡Ni siquiera estás enfermo! ¡Basta de pereza, señorito!

El chico miró la cara enojada de su amigo pelirrojo. Julio, a quien desde hacía tiempo Andrés le había entregado un duplicado de la llave de su domicilio por cuestiones de seguridad, lo culpaba con la mirada. Y en actitud de pelea le dijo:

—Bueno, te estoy esperando. ¿Te levantas solo o prefieres que yo “te ayude”?

A la familia Ladrón de Guevara, Andrés María le cayó muy bien. La casa de la Hacienda de la Condesa era una residencia hermosa y cómoda. Desde la primera vez que fue invitado, acordaron que lo recibirían contentos todos los fines de semana. Andrés aceptó encantado, aunque había ocasiones en que surgía algún obstáculo que le impedía ir, por lo general debido a compromisos sociales de los Ladrón de Guevara, y así su amistad con Julio se había estrechado.

 local.mx

Precisamente fue en uno de esos fines de semana en la Hacienda cuando Andrés conoció a Ignacio Sánchez Molina, joven abogado y educador, un político liberal y mecenas del arte que empezaba a ser reconocido en el país gracias a sus artículos periodísticos que entre otras cosas versaban —llenos de conceptos modernos— sobre el nuevo pensamiento que debería regir a la educación mexicana. Desde el primer momento se simpatizaron.

Hablaron durante un buen rato. Sánchez Molina tenía mucho interés en ver los cuadros de Andrés. Éste lo invitó a que fuera a la Academia a mirar la última exposición colectiva que aún estaba a la vista; ahí se hallaban varias de sus pinturas. Se despidieron como viejos amigos.


La vida, entre tanto y como suele ser su costumbre, continuaba inexorablemente su camino negando o concediendo gracias. Andrés ya había cumplido 23 años. Desde hacía cuatro se enorgullecía de ser alumno del gran Pelegrín Clavé, el gran pintor catalán. Este maestro lo entrenó en las composiciones clásicas; así, Andrés estudió la técnica de los nazarenos, la cual lo motivó a ser uno de los mejores ejecutantes en los temas bíblicos.

Pelegrín Crave ( autoretrato 1835)

 Se trataba de un estudiante dotado que demostró, una vez más, poseer un talento comparable con el de su maestro Clavé. Había aprendido todo aquello requerido por la técnica. Y hacía viajes cortos a distintas ciudades para comprar las telas adecuadas como el Brín de Rusia, tan difícil de conseguir. También aprendió a preparar sus pigmentos sin saber que, en algunos casos, las repercusiones sobre la salud que tenían estas substancias podían ser fatales, pues debía manipular venenos como el albayalde, que es un blanco muy común en la preparación de las telas, así como el refinado para los empastes y los brillos para los acabados. Algunas marcas llaman pomposamente a este blanco como “silver white”, aunque no es otra cosa que óxido o carbonato puro de plomo, siendo el más tóxico de los colores preparados con ese material. También manipulaba lo mismo pero en polvo, llamado “Creta”, el cual generalmente se utilizaba en otros pigmentos, como el antimoniato de plomo que no es otro más que un bellísimo amarillo de Nápoles, los cromatos de plomo en amarillos, verdes y naranja, el cianurato férrico o azul Prusia, y el más venenoso, el violeta cobalto cuyo compuesto es arseniato de cobalto.

ttamayo.com

Gracias al trabajo excepcional de Andrés, había ganado tres premios en medallas, pergaminos y dinero en la Academia a lo largo de cinco años. Las medallas las había empeñado, los diplomas los conservaba llenos de polvo en algún rincón del ropero, y el dinero le sirvió para irla pasando. Por su estupendo trabajo, además, fue merecedor de una beca para estudiar en la Academia de Pintura de San Lucas, en Roma. Pero la adversidad rompió sus ilusiones: antes de que hubiera asumido completamente tal privilegio, pues casi inmediatamente la misma Academia confirmó que su situación financiera no podría ofrecer ni la mitad de dinero para otorgar dicho premio. Al joven no le quedó más que subir los hombros: “Ni modo”, se dijo con una irónica sonrisa de frustración.

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