19/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo IV

Fecha de publicación:

 “ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO 4

Durante el año que siguió, el dolor de Andrés María por la muerte de su madre, se fue haciendo cada día más leve hasta desaparecer para dejar en su lugar una cálida, agridulce nostalgia hecha del amor que Emilia había sabido enraizar en el corazón de su hijo; todo ese cambio impulsado por la solidaridad, comprensión y camaradería de Tiburcio. Además, el chico, lleno de agradables tareas, puede decirse que poco a poco volvió a vivir dichoso.

Ya era el año de 1836 cuando la noticia, escrita en un amarillo papel oficial, fue llevada por un soldado a la casa de Andrés. La recibió Tiburcio porque el niño estaba en la escuela. Escuetamente anunciaba el fallecimiento del general de brigada Antonio Guzmán y Vargas en combate heroico durante la batalla librada en El Álamo, contra una milicia de secesionistas texanos, en su mayoría colonos estadounidenses, en San Antonio de Béxar, en la entonces provincia mexicana de Coahuila y Texas (hoy estado de Texas, Estados Unidos).

Había pasado sólo un año después de la muerte de doña Emilia.

         Tiburcio se sintió atribulado. Más tarde, al comunicárselo al muchacho, éste se quedó silencioso y triste. No hubo lágrimas, pero tampoco una insensible indiferencia.

         —Y ahora… ¿qué pasará conmigo, Tiburcio?

Tenía 12 años y se sentía sin familia porque no pensaba casi nunca en Gabriel a quien había visto muy pocas veces y prácticamente no lo conocía. Cuando Andrés apenas empezaba a caminar, su padre, quien por aquel entonces pasaba por una mala racha económica, envió a su hijo mayor a vivir con sus abuelos en la ciudad de México. Sin comentarlo con nadie, y por lo mismo, Gabriel siempre guardó un poco de resentimiento hacia su progenitor. Ahora, los abuelos habían muerto y él, terminados sus estudios, trabajaba en una fundición y vivía solo.

         —Debemos avisarle a tu hermano. Estoy seguro que él se encargará de todo.

         La última vez que Andrés lo vio fue cuando falleció doña Emilia. En ese momento el niño se acordó que Gabriel, de carácter más bien seco, se había mostrado muy dulce y cariñoso y por primera vez Andrés lo había extrañado a su partida.

         —Sí —respondió decidido Andrés—, mi hermano es el único que sabrá qué debo hacer yo.

         —Y yo… —dijo en voz baja Tiburcio presintiendo una amarga separación.

         Dos días después Gabriel Guzmán llegaba a Texcoco. Era un joven de casi 22 años, tan alto como su padre pero delgado y esbelto como su madre. Caminaba, hablaba y hasta reía pausadamente, como si antes de cada acto reflexionara un instante.

         Había arribado por la tarde en la diligencia. Tiburcio y Andrés María lo esperaban inquietos. Gabriel bajó del carro con una maleta de tela de brocado en una mano, en tanto que con la otra se sacudía el polvo del traje. Dio una rápida mirada a su entorno y después fijó sus ojos en su hermanito que ya corría hacia él. Ambos se abrazaron largamente. A unos pasos, Tiburcio aguardaba.

         Los tres llegaron a la casa, sonrientes, conversando muy poco, lo indispensable.

Luego, agradablemente sentados en el viejo comedor, comían lo que Tiburcio había improvisado. Los envolvía una atmósfera serena que los acercaba y los hacía sentirse casi contentos sin la mínima necesidad de mostrar una pena que en realidad no sentían.

—Se te da la cocina, Tiburcio —dijo Gabriel de buen humor.

—Se hace lo que se puede, Gabriel —contestó el viejo, sonriendo.

Andrés se acordó de lo que, curiosamente, siendo lo que más le importaba había olvidado.

—Ahora sí te quedarás en la casa ¿verdad? —inquirió a su hermano con voz temblorosa de emoción.

Gabriel se pasó la servilleta por la boca y la dejó tranquilamente en la mesa antes de contestar. Tiburcio y Andrés María, lo miraban fijamente.

—No, hermano, yo no puedo irme de la capital. Ahí está todo lo que tengo.

Los tres se quedaron callados por un momento. Luego, Andrés añadió con una impaciencia que casi lo hacía gritar.

—Pero esta es tu casa. Tienes que vivir aquí ahora que mis papás se han muerto ¿no lo entiendes?

Gabriel lo miró tristemente y dijo con suavidad:

—Quien debe entender que en Texcoco no tengo trabajo y lo difícil que me sería conseguirlo, eres tú; y que no podría empezar una nueva vida en donde las condiciones para sobrevivir son tan adversas.

—¿Entonces?… —interrumpió Tiburcio sin poder soportar la tensión.

—Entonces… ¿yo….? —terminó Andrés María.

—Eres ya mi única familia, hermanito, y no debemos separarnos. Así es que vendrás a vivir conmigo. Con lo que nos dejó nuestro padre y vendiendo esta casa alcanzará para pagar tus estudios hasta que termines una carrera. Mi sueldo será suficiente para mantenernos tú y yo.

Andrés quedó por unos instantes turbado. En las especulaciones que hacía de su porvenir, jamás se le había ocurrido dejar Texcoco.

—¿Yo, en esa ciudad tan grande? —preguntó a Gabriel sin darse cuenta que el viejo Tiburcio, triste, bajaba la cabeza.

—Claro —respondió su hermano— Estudiarás y tendrás muchos y nuevos amigos, ya verás.

La mirada del niño se fue aclarando. Una nueva ilusión llenaba su vida.

—¡Sí! ¡Me gusta la idea, Gabriel!

Y los hermanos rieron satisfechos en tanto Tiburcio forzaba una rara sonrisa.

De pronto, Andrés inquirió.

—¿Y Tiburcio?…

—¿Tiburcio…? —Gabriel se vio desconcertado.

Entonces el viejo, sin su habitual timidez, interrumpió a Gabriel.

—No es hora de ponernos a hablar de mí. Estamos los tres, juntos, y sólo debemos preocuparnos por pasarla bien en estos momentos. —Y con un dejo de amargura, añadió—. Luego vendrá lo demás, luego.

—Es cierto. Tiburcio tiene razón. Y es mejor que terminen de platicarme cómo va Andrés María con sus clases de dibujo.

—¡Muy bien! —dijeron al unísono el viejo y el niño. Andrés pareció recuperar su dinamismo—. Voy a traerte mis trabajos. —Y como una ráfaga se levantó de la mesa y echó a correr hacia su habitación.

Al día siguiente los tres se presentaron con el maestro de pintura Marcos Andrade, quien, al conocer al hermano de Andrés se mostró más que entusiasmado hablándole de los progresos del muchacho.

En grandes parrafadas le garantizaba a Gabriel el extraordinario talento de Andrés María. Le dijo que, por ningún motivo nada ni nadie debería apartarlo de lo que claramente se mostraba su destino: la pintura. Después de tan apasionada presentación, Gabriel le dijo que, desgraciadamente y debido a las circunstancias, el niño tenía que dejar sus estudios para irse de Texcoco. Que era imposible que continuara allí. La fisonomía del maestro se ensombreció. No puede ser, murmuró impotente para encontrar un buen argumento que hiciera desistir a Gabriel de llevárselo. Tiburcio fue el primero que volvió a decir después de un silencio muy molesto.

—No hay remedio, señor profesor. Incluso Andrés así lo ha comprendido.

Entonces, intempestivamente, al maestro se le iluminó el rostro:

—¡Vaya, claro, a la capital, pero si todo está resuelto!

Gabriel, Tiburcio y Andrés lo miraron interrogantes. El profesor de repente retomaba la alegría perdida.

—¡Ahora mismo le escribo a mi gran amigo Cástulo Reyes, y le recomiendo a Andrés para que lo acepte como alumno! ¡Todo arreglado! Allá, este muchacho va a aprender lo que yo pronto no tendría ya que enseñarle.

         —Pero… esos talleres grandes costarán mucho dinero… … —empezó a decir Gabriel.

         —Nada de eso. Yo voy a abogar para que le den una beca. Y Andrés no va a asistir a ningún taller ni nada parecido. ¡Mi amigo Reyes es maestro de la Real Academia de San Carlos!

     

         Unos días después sólo las pertenencias más indispensables estaban debidamente empacadas. Todo el mueblaje se quedaría en la casa. Tiburcio y el profesor Andrade se habían responsabilizado en vender el modesto domicilio de los Guzmán.

         —Donde vivo son únicamente dos cuartos —les decía Gabriel—. Y en ellos seguro que no cabe nada más.

Andrés no dormía y casi no probaba alimento de la tremenda excitación de este cambio radical que partía en un antes y en un después su vida. En su alma sensible se mezclaba una serie de sentimientos: la expectación del futuro ¡tan próximo!, la emoción de estudiar nada menos que en la prestigiada Academia de pintura, y la tristeza de dejar, junto a su hogar, junto a sus amigos y a sus primeros recuerdos, al viejo Tiburcio. Esto le dolía enormemente y cuando por momentos sentía no poder ya soportarlo, llorando se abrazaba al anciano quien, estoicamente lograba separarlo suavemente proponiéndole realizar cualquier cosa o jugar, o salir a pasear porque el día estaba espléndido, con lo que Andrés distraía un poco su amargura.

Marcos Andrade y Garza, además de la carta escrita a su amigo pintor, había dado a Gabriel otra aún más explícita para el entonces director de la Academia, don José María Iturralde, con el fin de que se gestionara la manera de que los estudios de Andrés fueran gratuitos.

—Si no hacen caso a estas letras, yo mismo me presentaré en La Academia y tendrán que oírme ¡no faltaba más! —había asegurado enérgicamente el profesor Andrade.

La última noche en Texcoco, Tiburcio ofreció buñuelos y tazas de chocolate caliente a las amistades de Andrés que se reunieron para despedirlo. El niño sonreía nervioso y contento, pero cuando se marchó el último invitado, corrió a su cuarto, a punto de volver a llorar.

—Debes irte, Andrés, no lo dudes —le aseguraba Tiburcio—. Aquí no te espera ningún porvenir. Tú todavía no te das cuenta de la bendición que significa saber para qué nació uno. Créeme, la mayoría de la gente muere sin llegar a conocer ese privilegio, como yo. Pero sabiéndolo, como tú, ya no existen trabas que te desvíen de tu verdadero camino. Tienes que seguir tu curso y permitir que tu vida se mueva, porque si no lo haces a tiempo te vas a morir quieto, vacío, como si jamás hubieses existido…. Y tú no quieres eso ¿verdad?

—Lo que no quiero es desapartarme de ti —contestaba el chico.

—Nos escribiremos todas las semanas. De cualquier modo tú y yo, aun lejos, aun sin vernos, ya no podemos separarnos, Andresito. Que eso jamás se te olvide. —Y con una leve inclinación de cabeza se marchó antes de que su corazón lo traicionara.

Eran las seis de la mañana cuando debía salir la diligencia para México. Hacía veinte minutos que Gabriel, Andrés, Tiburcio y el profesor Marcos Andrade y Garza, muertos de frío y de ansiedad, esperaban en la calle De la Trinidad donde salían los coches tirados por cuatro mulas robustas. Texcoco empezaba a iluminarse con el débil resplandor del amanecer. Un pensamiento como una descarga eléctrica cimbró instantáneo el alma de Andrés: él no querría morir en otro lugar de la Tierra… no querría morir fuera de su pueblo… Y de inmediato la idea se diluyó en su mente.

 

En cuanto llegó la diligencia, la despedida fue rápida, sin apasionamientos. Andrés abrió los brazos a Tiburcio, pero éste, sonriendo animoso, con un misterioso brillo en los ojos, le extendió la mano con tal determinación que el chico instintivamente la estrechó en la suya. De pronto, casi con brusquedad, la soltó para subirse al carro con los ojos arrasados en lágrimas. Era el primer alejamiento de un ser querido que aún no había muerto. Andrés se preguntó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, por qué sería tan insufrible este dolor… 

Gabriel sí abrazó  al profesor Garza y a Tiburcio; abrazo acompañado de una sola palabra murmurada fervorosamente en voz baja: ¡Gracias!

Con otros tres pasajeros, la diligencia partió ruidosamente dejando atrás la infancia de Andrés María.

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