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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Segunda Parte. CapítuloXIX

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO XIX

Se sentía completo: hombre casado, maestro reconocido y pintor cada vez más famoso. La vida matrimonial era simplemente deliciosa. A veces pensaba intranquilo: ¿por qué era bendecido con tal perfección?... Los acontecimientos cotidianos y hasta los extraordinarios ocurrían con gozosa serenidad, siempre a tiempo no sólo para efectuarlos, sino para su total disfrute. Era como si su mujer, Amelia, gran bruja benéfica, encantara la existencia hasta el mínimo detalle. Amorosa, alegre, con agudo sentido del humor, inteligente, eficiente en todo. Más que la compañera inigualable, era casi casi una utopía. 

Desde un principio Andrés le confesó a su esposa todo su pasado. Le contó sus amores y, a pesar de conocer la bondad de su corazón, se sorprendió ante su respuesta. 

—Créeme que ya quiero a aquellas que amaste, Andrés. Y es que no puede ser de otra manera desde que tu corazón me pertenece. Por eso deseo que nuestra hija lleve el nombre de “Mariana”. 

Él se quedó mudo. ¡Hasta ese grado su mujer se había entregado a él! Se le llenaron los ojos de llanto protestando e insistiendo que su pequeña llevaría el nombre de su adorada Amelia. 

—Tonterías, querido mío. No caigamos en las supercherías de la vida convencional. El amor que tuviste a aquella Mariana fue el presentimiento del que me tendrías a mí, por lo que es un recuerdo que no debe avergonzarnos a ninguno de los dos. 

Y nos quedamos en la ciudad de Bogotá, en tanto crecía mi pequeña, dijo el silencio nostálgico de Andrés. Parecía que esa noche, especialmente, recordaba toda su vida. 

  

En aquella época, Andrés María supo realmente lo que era el éxito. Bogotá entero lo conocía y lo admiraba. Durante su estadía en la capital colombiana tuvo muchas exposiciones. Junto a Rafael Pombo, que en letras era tan famoso como Andrés en la pintura, fueron los artistas del momento. La ciudad valoró aún más a Guzmán, cuando éste fundó y dirigió dos academias gratuitas de pintura que llevaban su nombre… 

  

A los tres años de permanecer en Bogotá, supieron por telegramas, que los padres adoptivos de Amelia, ya muy ancianos, habían muerto: primero ella y dos meses más tarde don Carlos Agustín. Andrés, al consolarla sintió más que nunca la tristeza de haber perdido él mismo a toda su familia. Pero el cruzar juntos por estos caminos sombríos, suavizó el dolor uniéndolos más si esto fuera posible. 

Cuando decidieron seguir su viaje, Marianita contaba ya cinco años de 

Edad. 

  

Venezuela, Uruguay, Panamá, Perú, Paraguay, Chile… Llegamos a Argentina cuando nuestra hija acababa de cumplir los 17 años. Amelia fue siempre su maestra, una notable maestra que le enseñó no sólo las materias de la escuela, sino una extensa cultura general, pensó el anciano con alegría. 

En cada país, Andrés María Guzmán dejó la muestra del arte mexicano. Y aquella vieja promesa que hiciera cuando niño a su hermano Gabriel, se cumplía cabalmente. También él luchaba por la grandeza de su patria, al ser ésta reconocida en tierras extranjeras por la extraordinaria pintura del artista. 

De pronto, el anciano Andrés frunció el entrecejo, se echó para atrás en su sillón y puso una mano en su frente, como deteniendo los pensamientos negros. “Una tarde… esa tarde en el hotel de Buenos Aires…”,  y no pudo seguir. Cerró los ojos. Sus pocas fuerzas hicieron entrecortada su respiración. Desde la casa escuchó la dulce voz de Amelia, su nieta, como si la chiquilla se hallara muy lejos, muy lejos… 

  

Aquella tarde se nubló para siempre la existencia del pintor. 

—Estoy muy fatigada —le había susurró Amelia—. Ahora sí quisiera volver a mi México. Toda yo deseo estar en casa otra vez. Lo entiendes ¿verdad, Andrés? 

Por instantes se debilitaba su cuerpo y su rostro empalidecía hasta volverse transparente. Y era cierto: desde hacía días, Amelia sufría una opresión en el pecho, además de dolor en los brazos, el mismo que en ocasiones llegaba hasta el cuello, la mandíbula o la espalda, lo cual le provocaba náuseas, falta de aire y mucha fatiga. Ella —una mujer diferente, extraordinaria—, intuía que era un ataque cardíaco. Todo ese sufrimiento lo había acallado por su valiente ánimo para no afligir a los demás; pero, sobre todo, porque sentía, más que pensaba, que el objetivo de su existencia ya estaba consumado y ahora sólo deseaba dormir, soñar sin la posibilidad de volver a abrir los ojos.  

—¿Lo entiendes… amor mío? 

Él la abrazó lleno de una alarma que lo asfixiaba. Claro que lo entendía más allá de lo que ella pudiera imaginar, y hubiera dado su sangre por no intuir algo tan horrible que lo invadió de miedo. 

—Debes acostarte en seguida. Traeré al médico cuanto antes… 

Recostada en un sillón de la sala extendió el brazo, deteniéndolo. 

—No… Debo hablarte… Qué bueno que no está Mariana… No quiero que me vea morir… La mancharía esa mala memoria… Para ella sería una… una   despedida… Y no, no es así… tú y ella… ya son yo misma, me constituyen… Por eso… la separación es imposible… Juntos… estaremos unidos… siempre. 

Él se hincó junto a ella. Las palabras entrecortadas de Amelia, se hundían en el alma de Andrés como implacables puñales. 

—Este es mi final… Pero me iré con una tristeza eterna si no me prometes… ahora mismo… como el hombre valiente que… tanto amo… velar por nuestra hija… y…       

Andrés empezó a sollozar. 

—No, no, no puede ser. Te aliviarás… 

—…y prométeme que tú… y Mariana… seguirán el viaje a Europa…. Si no lo cumples… es que… nunca me has… querido… Traicionarías… nuestro sueño… 

—¡Amelia! ¡No me dejes! ¡No…! 

—Prométemelo… —Su voz se volvió oscura, con un vibrante poder misterioso, casi sobrenatural. Andrés miró cómo por momentos disminuía su último aliento. Ya no pensó en su propia y espantosa angustia, sólo en ella, en darle su vida si eso la salvaba, en cumplir su última voluntad, aunque después él también muriera de dolor.   

—Lo prometo… Te lo prometo amada mía, te lo prometo adorada Amelia… ¡Te lo juro! ¡Te lo juro!... 

Un sonido apenas perceptible, algo semejante al tintineo de una campanita escuchó Andrés y sólo hasta después pudo identificarlo como la última palabra que ella había pronunciado: “Gracias”. 

Y entonces el cuerpo de Amelia se distendió, y sonrió cerrando los ojos. 


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