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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Segunda Parte. Capítulo VIII

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO VIII

El día de partir se acercaba. Se citaron en un café frente a Park Street Church donde habían pasado largas y deliciosas tardes platicando de arte. 

         En ese momento, ambos sintieron la fuerte unión de la amistad y al decirse adiós con un viril abrazo, sellaron la promesa de escribirse y de jamás dejar de saber el uno del otro. 

         La tarde también se marchaba. Oscurecía. 

Y, por fin, casi sorpresivamente, llegó el momento de partir. Andrés tomó sus maletas y entró en el muelle. El barco aguardaba. Inmediatamente después de que subió por la gran escalinata hasta cubierta, el vapor zarpó con brusquedad. Él sintió una rara felicidad de que las cosas ocurrieran de esa manera, quizá como compensación a lo que había sido esa lentísima espera. 

Al aire libre sobre cubierta Andrés miraba los cambios del cielo: nubes que iban matando la luz hasta abrir la oscuridad al mundo y, casi de inmediato, surgir una luna redonda, deslumbrante de rayos plateados, que iluminaban el barco con los más potentes reflejos. Y luego, el sol entre los azules de cielos despejados pintando el mar del suave color celeste; y los días iguales, en un seguimiento del tiempo que mareaba a Andrés en sus vertiginosas alteraciones. 

Al detenerse en La Habana, días antes, Andrés no salió a la población y permaneció en su camarote todo el tiempo. La ansiedad iba en aumento. 

 

Días después, ¡no podía creerlo, estaba ya en el territorio de su patria! 

Tomó el bajel para Salina Cruz, luego una diligencia, luego a lomo de mula y por fin, ¡al fin!, llegó a Querétaro. Entró a la casa de la familia Castellanos sin tomarse el tiempo para cambiarse. No importaba nada más que mirar —¿por vez primera?— a su prometida. Se sintió dentro de un sueño, mucho más que cuando en sueños volvió a pisar esa casa. 

 

El viejo matrimonio lo recibió alborozado. Amelia apareció más tarde, radiante. Los ojos de Andrés se llenaron de luz. Era, sin lugar a dudas, la mujer de su vida, la que había visto con los ojos del espíritu y a la única, entre todas, que conoció desde el momento en que él empezó a ser. Alta, delgada y elegante, de piel nacarada, pelo negrísimo recogido en un atractivo peinado, ojos cafés muy claros, muy grandes, luminosos; boca de labios delineados y sensuales; nariz recta más bien pequeña; un lunar color chocolate sobre el pómulo izquierdo; frente ancha, noble, y mirada de una insondable profundidad. Andrés no podía hablar. Ella le extendió las manos pero él la atrajo suavemente hasta abrazarla con un gesto amoroso y delicado. Al separarse, ambos sonreían y los padres de Amelia también sonreían entre emocionadas lágrimas. 

Más tarde, solos en el jardín, él se volcó en promesas que salían de su corazón. 

—Andrés ----dijo ella— quiero que apenas después de la boda empecemos a viajar. Aún te falta mucho para cumplir tu sueño. Ni siquiera has ido a Europa… 

—Pero… ¿estás segura que renuncias a un hogar, a una familia?... 

—Por supuesto que no renunciaría a ello por ningún motivo. Pero nuestro hogar no es necesario que se levante en un mismo sitio, será variado y enriquecedor;  y nuestros futuros hijos, ciudadanos del mundo. 

Andrés la abrazó lleno de agradecimiento. 

—¡Eres sin duda mi media naranja! Sabes de mis más profundos anhelos. 

—Los conozco porque son los míos —susurró Amelia. 

Los padrinos fueron Ignacio y su esposa. La celebración resultó mágica, porque era tal la felicidad de los novios, de la familia, que los pocos y selectos invitados se sintieron contagiados de dicha. El día quedó en la memoria de los participantes como el que a través del tiempo seguiría brillando, el más redondo y perfecto de sus vidas. 

El anciano cerró la puerta teniendo cuidado de no hacer ruido. Luego se encaminó hasta la banca de madera frente a la ventana, alzó el asiento y sacó una cajetilla de cigarros y una cajita de fósforos. Sin soltar ambas en la mano, se sentó, respiró hondamente, mirando hacia la noche de donde el farol del jardín transformaba a las plantas en seres extravagantes de luz y sombra. Se puso el cigarrito negro en los labios y lo prendió con cierto temblor en la mano. La primera aspiración lo hizo toser, pero a partir de la segunda, el fumar le produjo, como siempre, un verdadero placer, quizá ahora estimulado por la estricta prohibición de su hija. 

 

“Me acuerdo”, se dijo. Y cerró los ojos. Las mudas imágenes de su memoria llevaban consigo el sentimiento que cada una anidaba en Andrés. Y así, en la tranquilidad de una noche de rumorosos silencios, allí, en su casa de Texcoco, su memoria dibujaba lo mejor de su vida. 

Se le había prohibido fumar, aunque él lo hacía todas las noches a escondidas. Pero tomar alguna bebida le estaba permitido, por lo que diariamente bebía una copa de vino tinto con sifón durante la comida. Agradecía en silencio a su hija Mariana que se hiciera de la vista gorda y le permitiera gozar cada noche de esos minutos a solas con él mismo. Entonces volvía a vivir pedazos del pasado. En su mente, de pronto, aparecía Enrique Javier Ramos, quien fue catedrático del Instituto Científico y Literario de Toluca hasta su muerte. Aquel querido amigo, magnífico pintor, cuya docencia lo volvió un verdadero Maestro, aunque continuaba escéptico ante la vida. ¡Había muerto hacía tantos, tantos años…! 

Se acordaba como si fuera ayer que, semanas después de su boda, Amelia y él habían tomado el barco para la ciudad de Bogotá. Allá los esperaba su amigo Rafael Pombo. Andrés y su esposa se habían transformado en dos alegres aventureros.   

Cuando llegaron a la ciudad de Bogotá, “la antigua Granada” colonial, hoy Colombia, el matrimonio se dirigió de inmediato al domicilio particular de Rafael Pombo. La alegría de éste al verlos fue muy demostrativa. A pesar de su insistencia porque Andrés y Amelia se hospedaran en su casa, ellos no cedieron y aunque agradecidos prefirieron un hotel. 

Ya instalados comieron todos en un elegante restorán. 

—¿Y qué planes tienen ahora? —les preguntó Pombo en tanto les servía una copa de vino. 

—Pues —contestó Andrés mirando tiernamente a Amelia—. Quisiéramos visitar algunas ciudades sudamericanas antes de partir a Europa; pero eso tardará, antes debo trabajar, y mucho, en Bogotá. ¿Qué te parece, Rafael? 

—¡Espléndido! Ya les daré yo algunas recomendaciones para gente que les abrirá las puertas de la cultura. Aunque Bogotá ha carecido de un flujo importante de inmigrantes, parece ser que ahora la población ha tenido un crecimiento bastante regular. Por ello hay un buen margen de éxito para los amantes del arte.   

Andrés asintió. 

—Es cierto, yo me he enterado que el crecimiento de la población hace poco, a partir de 1850, se ha debido en parte a las reformas del Medio Siglo que ampliaron las fuentes de trabajo. Esta situación ha producido un engrandecimiento físico de la ciudad, que se expandió hacia el norte y ha creado nuevos barrios hasta el caserío de Chapinero, a cinco kilómetros del centro de la ciudad. ¿No es así, Rafael? 

—¡Qué satisfactorio es escuchar de alguien que no es del país, hablar de él con tanta precisión! Estás en lo cierto, Andrés María… De cualquier modo, la verdad es que ahora Bogotá es una ciudad aislada por las vías de comunicación que aún resultan muy precarias, no obstante, ya está proyectado que muy pronto tendremos un ferrocarril y algunas carreteras que nos pongan en contacto con el río Magdalena y a través de éste con la costa Caribe. 

         Pronto los recién casados encontraron una casa para vivir. La amistad con Pombo favoreció sus planes enormemente. Rafael había tenido una entrevista para la revista literaria “Mosaico”, en donde dio a conocer al pintor mexicano, lo que acabó por ser una medida acertada del colombiano, porque en tal publicación se conformaba uno de los primeros intentos en cuestiones de cultura, de consolidar la identidad de Colombia. A partir de ese momento, a nuestro pintor no le faltó trabajo. 

         Se acostumbraban las tertulias, así como asistir al Teatro Maldonado donde se llevaban a cabo dramas y óperas. Amelia, con facilidad, hacía buenas amistades, a las cuales les hacía conocer el talento de Andrés motivándolas a adquirir sus pinturas. 

  

Sin darse cuenta Andrés María, con más de 80 años de edad, sonrió al recordar una tarde en que Amelia subió a su estudio mientras él daba los últimos toques al retrato de una niña que le habían encargado. Ya hacía seis meses que permanecían en Bogotá. Recordó, como si la estuviera viendo ahora, aquella luz tan especial en la mirada de su esposa cuando ella lo abrazó y al oído le dijo dulcemente que estaba embarazada. El anciano sonriendo, asintió con la cabeza como afirmando la felicidad de aquel momento, el cual resultó todo un acontecimiento de dicha para los amigos, principalmente para Rafael Pombo. “Así es que pospusimos nuestros viajes”, dijo la memoria de Andrés, y añadió. “Medio año después, Amelia daba a luz a una preciosa niña”.  


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