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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Segunda Parte. Capítulo IV

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO IV

Camino a su hostería, don Carlos Agustín le fue platicando que se estaba construyendo una biblioteca y que varias personalidades de la ciudad, apoyaban económicamente, el proyecto de una galería de pintura con los magníficos cuadros de los conventos, obras maestras de Cabrera, Juan Rodríguez, Villalpando, Ibarra, Tres-guerras y algunos otros pintores sobresalientes del país.

         —Todas estas obras casi pasan desapercibidas a las miradas de mis conciudadanos —añadió el señor Castellanos—, los mismos que desconocen el gusto por la pintura; aunque entre ellos hay muy buenos escultores, que a pesar de no tener escuela y sólo se atienen a los preceptos tradicionales de sus antepasados que dejaron obras notables, ejecutan muy buenas estatuas de santos en madera.

         —¿Y en cuanto a pintores? —inquirió Andrés.

         —Sólo existe uno que imita con perfección la naturaleza muerta. —respondió don Carlos—, pero que se halla atrasado en la figura.

         Habían llegado al hotel donde se había registrado Andrés por la mañana. Cuál sería su sorpresa cuando don Carlos entró decidido hacia la administración, para declarar que nuestro pintor se marchaba de allí inmediatamente, y que le dieran el precio de su brevísima instancia porque él lo iba a cubrir. 

         Andrés María protestó. No, quedarse en la residencia de los Castellanos era dar muchísimas molestias. Pero en ningún momento fue escuchado por don Carlos Agustín, quien siempre sonriendo y con una enorme energía, ya iba tras un empleado hacia la habitación del pintor, con el fin de sacar las pertenencias de éste, subirlas a su coche y llevarlas, junto con su dueño, a su residencia.

         De esta manera, Andrés quedó cómodamente instalado en aquella bellísima casa en donde sus anfitriones lo llenarían de consideraciones y amabilidades.

         A la semana siguiente, don Carlos Agustín le aseguró a nuestro protagonista que estaría muy honrado si él se dignara pintar un retrato de su esposa y de su hija Amelia. Así es que, los paseos y el ocio que tanto estaba disfrutando Andrés, se terminaron, pero sólo para dar inicio al más grande de sus placeres: pintar.

Resultaba ya tradicional el buen gusto de nuestro pintor para crear las poses más sugestivas de quienes retrataba; éstas resultaban invariablemente naturales y elegantes. En dicha ocasión, Andrés puso a doña Mercedes sentada en un amplio sillón donde su vestido se desbordaba haciendo lucir el terciopelo color vino y el dorado encaje que lo adornaba. A la niña Amelia, le pidió colocarse de pie a un lado de la silla, con una mano sobre el respaldo y la otra, tomando la de su madre quien, para ello, la elevaba lánguidamente.

         Al estar trabajando, Andrés empezó a turbarse porque en los ojos de la chica que lo miraban fijamente, había un brillo demasiado penetrante como para no ser advertido por el pintor. Él apartaba la vista pensando en que tan sólo era una chiquilla atrevida y quizás muy traviesa, aunque de inmediato borraba esa imagen de su mente, porque Amelia siempre demostraba —a pesar de su presente osadía—, una irremediable timidez. Esta contradicción le pareció a Andrés aún más desconcertante.

         Además de este retrato del cual toda la familia quedó sinceramente encantada, empezaron a llover peticiones iguales entre las amistades de los Castellano. Entonces, Andrés tenía todos los días trabajo y… dinero, el cual disciplinadamente iba poniendo a buen resguardo y así aumentando las posibilidades de sus futuros viajes.

 

         En algunas ocasiones salía con Amelia a pasear por los alrededores. Los padres de la chiquilla veían con gusto estas excursiones y Andrés se divertía con la plática sagaz y fluida de esta niña, a quien, bien a bien, no acababa por conocer.

         Por un lado, ella demostraba una madurez muy por encima de sus años; pero, por el otro, había todavía en su interior una niñita un tanto asustadiza y sumamente ingenua que, también, resultaba enternecedora. Andrés la trataba como a una niña grande y en algún momento pensó que, por su edad y la de él mismo, hasta hubiera podido ser su hija. Todo el tiempose la pasaba estupendamente con ella. Bueno… no todo el tiempo, porque en algunos momentos, en Amelia volvía a aparecer esa mirada insistente que la transformaba en un ser sin edad y más que un ser humano semejaba un misterio vivo; mirada que a Andrés perturbaba inevitablemente.

         Al llegar la hora de la partida, Andrés María regaló a la familia una hermosa acuarela cuyo tema era el gran acueducto de Querétaro. Se despidieron con efusividad y quedaron, tanto los padres como la hija, de escribirle regularmente. Amelia corrió hacia el coche antes de que partiera para decirle a Andrés, con voz temblorosa por la emoción…


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