24/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

La ventana

Fecha de publicación:

“… pues no hay nada tan persistente como lo muerto”.

Rogelio Saunders

Mi padre pasó un año en el Reclusorio Norte. Lo acusaron de falsear los datos de los autos que se vendían en la casa de empeño en la que trabajaba. Papá me juró que no había cometido ningún delito, que el culpable era uno de sus empleados. Yo le creí. Esa época fue difícil para mi familia: primero lo de Lucía, luego lo de papá.

Meses después de que encarcelaron a mi padre nos desalojaron del departamento donde había vivido mis trece años. Estaba amaneciendo cuando llegaron unos hombres con overoles grises acompañados de dos policías y, tras mostrarle unos papeles a mamá, empezaron a llevar nuestras pertenencias a la calle. En la banqueta quedaron mi patineta, la sudadera de los Santos de Nueva Orleans que me compró mi tío Luis, mis casetes, un sillón azul deshilachado, los pocos trajes de mi padre que no fueron vendidos, así como la ropa y zapatos de mi madre y su neceser rosa. Ante el escándalo que generaba el ir y venir de aquellos hombres, casi todos los vecinos salieron a ver qué sucedía.

Junto a la abuelita del Migue, miraba cómo los exiguos bienes de mi familia iban ocupando la acera. Las vecinas consolaban a mi mamá, pues, avergonzada, no paraba de llorar. No faltó quien le ofreciera un café a ella y a mí un bolillo con cajeta. Mis amigos, aún en pijama y amodorrados, salieron para ayudarme a meter mis cosas en cajas de cartón, las cuales brotaron de la nada, como las sábanas para cubrir a los atropellados. Uno de ellos, Mario, subía y bajaba las escaleras para vigilar que no se perdiera nada; desde esos tiempos tenía alma de policía.

Aquellos hombres estaban a punto de marcharse cuando el más alto le comentó a mamá que era necesario que le dijera a su hija que se saliera del departamento, pues ya tenían que cerrar la puerta para colocar los sellos. Mi madre tardó unos segundos en procesar aquellas palabras. La vecina que le limpiaba las lágrimas puso cara de espanto. Cuando mamá pudo reaccionar, dijo:

–¿De qué me habla, infeliz? El único hijo que me queda es este. ¿Qué no ve?

–No se enoje, doña, es que hay una chavita en la sala; está mirando por la ventana. Le dije que tenía que salirse, pero ni volteó a verme. A lo mejor es la hija de una de sus vecinas. Es que no puedo poner los sellos con ella… 

–¡Qué locura! Lo que tiene que aguantar una –farfulló mi madre.

Tras intercambiar unas palabras más, mamá, Mario, uno de los policías y aquel hombre subieron al departamento. Yo imaginé lo que pasaba, pero me quedé callado; no quería más reprimendas, mucho menos en medio de ese trance. Mi madre me había dejado bien claro, a punta de gritos, que había palabras y sucesos que se debían callar, que debían ser borrados como si de sangre en las paredes se tratara. Después de unos minutos, todos salieron del edificio vociferando y agitando los brazos.

–Era una muchacha con uniforme verde. Estaba junto a esa ventana llena de insectos. Yo la vi –repetía el tipo alto. 

–¡Qué muchacha ni qué ocho cuartos! –rezongó mamá–. Y además con uniforme, ¿qué no sabe que hoy no hay clases? ¡Válgame dios!

Finalmente, tras colocar varios sellos en la puerta del departamento, aquellos tipos subieron a su camioneta, los policías a su patrulla, y todos se marcharon. El señor Juan le entregó un fajo de billetes a mamá. Ella fingió que no quería aceptarlos, pero doña Marta, la esposa del señor Juan, la convenció de que los tomara. El papá de Migue nos dijo que podía guardar nuestras cosas en la azotea. 

Tras la despedida, nos subimos al taxi que nos llevaría a la casa de una tía de mi mamá para iniciar así nuestra vida de arrimados. En cuanto me acomodé en el asiento trasero intenté grabar en la memoria lo que veía, pues tenía el presentimiento de que no regresaría a Villa Coapa en mucho tiempo: miré una de las entradas del edificio 11, con su marchita “D” negra en el primer balcón; las paredes de ladrillo; los dos enormes árboles que franqueaban la reja; las caras de mis amigos, y el cielo, el cual se empecinaba en vestir de gris en plena primavera.

Fue difícil dejar el departamento en el que bombas en forma de canicas derrumbaron en tardes de guerra a varios soldados de plástico; donde una mañana las puertas, como bocas, se abrían y cerraban a causa de un terremoto; el cuarto en el que de niño miraba las caricaturas en una televisión a color que cuando nos la regaló el jefe de mi mamá ya sólo se veía en blanco y negro, y el balcón donde besé a Dolores y acaricié más que bien sus piernas blancas una tarde que jugábamos a las escondidas.

Cuando el taxista encendió el auto, volteé hacia el que fuera nuestro departamento. Como supuse, en la ventana de la sala se encontraba Lucía; movía su brazo derecho en forma extraña, como esos gatos dorados de las tiendas de chinos. Nunca más la volví a ver. Ella se quedó allí, ella y los insectos aferrados a la ventana.

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