24/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

(SEGUNDO MOVIMIENTO)

Fecha de publicación:

Delfina Careaga

Empezó como un malestar.

Desde hace unos meses la idea se instala imperiosa en mi mente, haciéndome sentir excitada y dejando, al pasar, una nostalgia que me lastima. No comprendo el motivo de esta alteración que siempre termina en la fatiga del fracaso…  A veces me asalta intempestivamente en el despacho del licenciado Méndez en donde he trabajado por largos años; o bien, al caer la noche cuando caminando por las mismas calles recorridas cuatro veces por día que me llevan y me traen de la oficina a la casa, siento que el tiempo se estira inconmensurable, transformado en una bola gris de plastilina. Pero las más de las ocasiones me hace temblar de emoción en el momento en que, ya acostada, recuerdo más claramente que nunca la casa donde nací. Volverla a ver a través de tantos años de distancia, se ha convertido en una misteriosa obsesión.

Resulta extraño: he descubierto que los acontecimientos recién ocurridos, aun el mismo día, desaparecen de mi memoria dejando a mi mente virgen de emociones y recuerdos sólo para dar vida a la imagen de la vieja casa. Por eso, desde hoy, buscaré intencionalmente su refugio; me declaro impotente para abolir la ignorada razón que me impele añorarla de esta manera.

Era una lámpara de siete prismas.

Yo miré entonces, sentada en la alfombra, el candil enorme como el mundo y ésta fue la primera imagen que tuvo mi conciencia. El salón, con tres grandes tapices persas de un verde desgastado, era invadido por las tonalidades blancas y doradas que le daba la luz del día, contrastándose con la oscuridad del vetusto piano de cola. Hacía mucho tiempo que en esa sala, acondicionada para la joven parturienta, había nacido yo y muerto mi madre.

Recorro en mi soledad el jardín descuidado, lleno de mastuerzos y geranios, centro del corredor cuadrado que lo rodea y que da acceso a todas las habitaciones de la planta baja.

El comedor, de muebles magníficos, se presenta ante mis ojos con claridad sorprendente; y la escalera de granito me induce a subir, al convertir cada peldaño en un presagio de felicidad, que ya desde abajo, promete el corredor de la planta alta, lleno de macetas y de pájaros.

Tengo la sensación de que cada pieza, cada mosaico, cada piedra residen en mi propio cuerpo, y que, con sólo desearlo, puedo extraerlos dándoles nueva vida, como si al mismo tiempo me reconstruyera yo misma…

Aturdida, seguramente no me daré cuenta de cómo llegaré a encontrarme, un domingo, frente al gran portón de madera tallada de mi antigua casa. Cuántas veces me ha aguijoneado la necesidad de pasar siquiera por su calle y como un designio algo me ha retenido, como si deseara prolongar la dulce mortificación que me causa la ansiada pero ya inevitable visita.

Hasta el instante en que tome la “manita” de metal, negra y lustrosa por el roce de las manos, sabré que nunca me pregunté quiénes y cómo serán aquellos que ahora la habitan, como si no hubiesen pasado más que unas cuantas horas de ausencia y la siguiéramos ocupando nosotros, sus dueños.

Sentiré opresión en la garganta y una tensión en las mandíbulas casi insoportables antes de decidirme a tocar de nuevo. No podré permitirme ni siquiera la sospecha de que no haya nadie. Esperaré en la calle, con la mirada baja, adentro ya de otra dimensión paralela. Cuando abra la puerta una distinguida señora yo seré tan vieja como una recién nacida.

Nos miraremos unos segundos sin hablar, reconociéndonos. Después, me oiré pronunciar mi nombre y exponer concretamente el objeto de mi llegada.

—Yo nací en esta propiedad… Me encantaría visitarla, si no es mucha molestia…

En ese lapso tendré la oportunidad de fijarme en la claridad de sus ojos casi transparentes y la imagen de mi abuela temblará, por un  momento, en sus pupilas.

—Comprendo muy bien su interés —dirá con un acento distante—; alguna vez yo misma tuve ese impulso, pero jamás regresé a la ciudad de provincia donde nací. Desgraciadamente ahora no puedo atenderla, mi hija está próxima a dar a luz a su primer hijo y no quiero separarme de ella. Le suplico que regrese otro día y me dará mucho gusto mostrarle la casa y conversar con usted…

Las últimas sílabas han repercutido en mis oídos con un agudo eco. Antes de desmayarme siento que el pecho se me abre en dos como el dolor punzante de un golpe de hacha.

Despierto en la recámara de mis abuelos en donde he dormido siempre, con un sabor dulce y lejano en la boca. Reconozco, gozosa, el papel tapiz de los muros, el sillón de terciopelo azul en donde mi abuela se sienta a tejer sus colchas, el cuadro antiquísimo de la Virgen con el Niño —arriba de la gran cama de latón— que me sonríe alegre.

Me incorporo sin dificultad. Estoy sola. De pronto recuerdo todo. Empieza a invadirme una terrible ansiedad de buscar a la señora y darle disculpas por mi pasajero malestar. Salgo de la pieza y entro al corredor: el sol da de lleno en toda la casa que resplandece. Súbitamente me embriaga una euforia que me quita la respiración al mirar de nuevo jaulas y macetas de petunias, de helechos y margaritas que tanto he echado de menos. Con premura, temblorosa, entro en cada una de las recámaras y percibo con deleite los objetos; toco muebles y cortinas con la punta de los dedos; abarco con mi cuerpo olores, colores… Por instantes pienso en el inexplicable hecho de que aún la casa nos pertenezca y yo no me hubiese enterado… Entonces ¿qué existencia he vivido estos años? ¿Por qué no he permanecido aquí como siempre? ¿Qué funesto destino me ha exiliado?… Febril, rehúso seguir con estas interrogantes, y continúo mi camino sin pensar más, confirmando a cada paso la ausencia del tiempo. En cada cuarto se perfila la imagen de mi padre, de mis tíos, de mis primos, de todos los habitantes de mi casa, hasta poder incluso escucharlos a través de sus habituales movimientos.

Bajo con premura la escalera. La felicidad va dejando paso a la zozobra.

Al cruzar el jardín percibo voces desde la sala. Voces y sollozos. Me paro en seco, con un escalofrío de terror que produce el arraigo de mis pies a la tierra. Me separan tan sólo tres escalones para subir al corredor en donde está aquella puerta que considero —ignoro la razón— el símbolo de mi salvación. Casi no puedo mover las piernas que lentamente suben escalón por escalón.

Ya arriba, la reaparición del dolor en el pecho, me hace tambalear. La mortal punzada, más que antes, con recrudecida fiereza en un afán incontenible de posesión me atenaza los pulmones y el corazón. Hago esfuerzos sobrehumanos; me detengo sujetándome débilmente de la manija de la puerta de la sala. Es entonces cuando oigo la voz fuerte, vibrante de tonalidades bajas de mi abuelo, que desde adentro dice: “Ella ha muerto. Encárguense de la niña”.

Y yo empiezo a caer de espaldas, milímetro por milímetro, en un infinito  descenso por el espacio sideral…

…cuánto lamento no volver a disfrutar de los tapetes verdes, del piano de ébano, de las cortinas de encaje y seda, de las tapicerías de brocado, de la multitud de figurillas de porcelana y de todo lo que compone esa maravillosa estancia…

…para que instantes antes de que mi cuerpo caiga sobre las baldosas del corredor… apenas antes… sólo pueda percibir

…¡el enorme candil encendido con siete prismas luminosos!

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