24/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

Apuntes para una película / Breve ensayo sobre los nombres

Fecha de publicación:

Nota

Estos ejercicios de oralidad, propuestos en el taller de poesía de Grafógrafxs, nos sitúan ante la capacidad de aprender a escuchar, a partir del rastreo de la oralidad, del ejercicio creativo de escuchar y no de decir y escribir, sino limitarse a dejar rastro de las palabras que emanan de la boca de alguien más. Escuchar es una gran virtud. Por eso, la actividad propuesta fue platicar con alguien mayor, con nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros vecinos o alguien que desde la experiencia nos relatara la vida. Porque las grandes narraciones vienen de ahí, basta como ejemplos las historias de Rulfo y García Márquez. La primera reza que el primero dejó de escribir porque se murió la gente que le contaba las historias; la segunda, que ante el Premio Nobel, la madre del escritor se sorprendió porque dijo que lo único que sabía era que su hijo tenía muy buena memoria porque todo lo que había escrito se lo habían contado. Así, este ejercicio fue grabar o guardar en la memoria eso que nos contaron para luego pasarlo a la hoja y sorprendernos con la magia del lenguaje. En Grafógrafxs nos adentramos a otras visiones de la poesía y del lenguaje. Porque la poesía no sólo canta, también cuenta.

Mi abuela nació en Satevó, un pueblo de Chihuahua de donde era el bandido el Chato Nevárez —el Robin Hood chihuahuense—, de donde venía mi abuelo. Con esa pequeña introducción, me gustaría apuntar dos cosas: mi abuelo nunca me contó la historia del Chato, pero mi abuela sí. Mi abuelo prefería el silencio. Mi abuela prefería contar historias. Además, tenía el talento de hacerlo, la facilidad de la palabra y el don de la memoria. Así, se adentraba en los recuerdos y tejía historias fantásticas que —si no me mostrara en fotos a los personajes, los lugares y las personas la secundaran— podría jurar que se las inventaba de lo inverosímiles que eran. 

Una de ellas fue la historia de cuando se filmó en el pueblo Las actas de Marusia, una película que hablaba de un conflicto minero en Chile. Luego, en la universidad compartí clases con un maestro chileno, con el cual alguna vez mi hermano y yo conversamos sobre la película y fue curiosa la forma en la que nos hermanaba algo tan extraño: una película que se filmó en las tierras de mis antepasados para hablar de la historia de sus antepasados.

Sacado también de una película, se rumoraba que por las calles de Santa Eulalia caminó uno de los cantantes y cómicos más populares del siglo pasado. Un hombre nacido en Los Herrera, Nuevo León, pero que en sus películas decía ser de Chihuahua: Eulalio González, mejor conocido como el Piporro. Ajúa. Él actuaba en películas que parecían haber salido de la pluma de Juan Rulfo o Jorge Ibargüengoitia; lo mismo se peleaba a balazos con bandidos, que con armas láser contra extraterrestres. En fin, dicen que los chihuahuenses son buenos para las charras.

Otra historia interesante es la del fervor por los caballos y, en general, por los animales que los acompañaban en el pueblo. La compañía que se hacen los seres humanos y los animales forja vínculos extraños. Nombrar a los animales es una forma de entablar el cariño. Así, los caballos desfilaban por la memoria de mi abuela para contarme la historia en la que corrieron, arrastrando las historias de mis bisabuelos, abuelos, mis padres. De esta forma, compartí, sin saber, con Calcetín el temor por la muerte de papá.

Por último, a partir de una conversación con mi madre, empezaron a saltar ciertos cuestionamientos y así, para responderlos, fuimos saltando de pueblo en pueblo, de nombre en nombre, de apodo en apodo. Comenzamos hablando de mi padre y de su apodo tan peculiar —Canica—, a partir de una experiencia muy divertida que viví de niño, cuando uno de los hijos de los amigos de mi padre, que solamente lo ubicaba bajo el nombre de Canica, se acercó a mi hermano y a mí para preguntarnos si ese era nuestro apellido: “¿A poco se apellidan Canica?”. Ante eso, mi hermano y yo nos reímos, porque a su padre también lo ubicábamos por su apodo. De esta manera, al regresar a casa le preguntamos a mi madre el origen de todos esos apodos. Y así comenzó a contarnos la historia del pueblo, en donde cada quien se llamaba como podía darse a entender y donde los apodos eran tan raros y originales que algunos estaban llenos de misterio y otros incitaban, indudablemente, a la risa, pero ante esto salta de nuevo la magia de la palabra: ¿cómo llamar a las cosas?, ¿cómo darles una palabra para hacer que existan en el mundo?

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