29/Mar/2024
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MATEO DE SULTEPEC. 1810 Segunda Entrega

Fecha de publicación:

Del libro de cuentos Las victorias inadvertidas (IMC – 2013)

Delfina Careaga

Dentro de la confusión, sin saber lo que ocurría, Mateo corrió hacia la caballeriza y sacó a la mula negra que asimismo utilizaban para jalar al carromato donde cargaban los insumos. En otras ocasiones le habían dado permiso de montarla para llevar algún recado del convento. Era mansa, grande y fuerte.

            Al principio Mateo cabalgó a pelo, con rítmico trote. Su mente se había obsesionado con esa sola frase: “es de vida o muerte”; lo cual, para decir la verdad, no lo impresionaba porque poco o nada conocía del horror de la muerte. Y repetía de nuevo: “de vida o muerte…”. Pero de repente se le vino a la memoria la filosísima mirada del franciscano y hasta ese instante asumió la premura de las cosas. Hincó los talones desnudos en los costados de la mula y ésta, dando un respingo, echó la carrera justo cuando, por oriente, el sol rebasaba a los montes.

          No era demasiada la distancia. Al llegar a la ranchería de San Miguel Totolmaloya, Mateo sudaba sobre la mula sedienta. Entró y a la primera persona, una indígena que pasaba junto a él, le preguntó por el escribano don Pedro José Bermejo.

            —Sí —respondió ella—. Áhi’tá, nomás en la casa de don Julio Cervantes.

            —¿Pppor dónnnde me voooy, señora? —dijo Mateo poniéndose colorado, lo que sucedía siempre que tenía que hablar.

            —Pos es la única casa grande de aquí —volvió a decir la mujer mirando al chico con curiosidad—. Siga su merced delante.

            Mateo le dio las gracias y continuó su camino.

 

            La ranchería era pequeña. Pronto calculó que encontraría a don Pedro en aquella enorme casa de adobe con los altos muros caleados.

            Se apeó; sujetando a la mula por la brida, con la otra mano tocó el portón de madera labrada. Esperó un buen rato. Y cuando se decidió a hacerlo de nuevo, abrió un caballero de cierta edad.

            Sufriendo por tener que volver a la palabra, Mateo preguntó por el escribano.

            —Ah, sí, don Pedro José lo encontrarás en la sala. Pasa, hijo, puedes dejar amarrado a tu animal aquí afuera. Ésta es mi casa. Yo soy Julio Cervantes de Castorena y Robles.

            —Gggraaacias, ssseñorr. —Dijo dolorosamente. Y luego, decidido, añadió: —Laaa mmmula ne-necesi-sita agua, perddddóneme sssu meerced.

            El caballero pareció percatarse de lo que padecía aquel niño, porque con suma cordialidad le contestó que no se preocupara, y que un criado de inmediato saldría a darle agua. Luego, puso su brazo sobre los hombros de Mateo, que al no saber qué hacer, turbado aceptó el abrazo y se dejó guiar, cojeando y con la cara roja de vergüenza.

            Él jamás había entrado en los interiores de una residencia. Cuando llevaba los recados del convento siempre los daba afuera, en la puerta. Por eso fue de asombro en asombro cuando el señor don Julio lo introdujo en una amplia habitación asoleada, con grandes ventanas y cortinajes y cuadros, donde había muchos muebles de buena calidad aunque austeros: sillones, sillas y mesas, mesitas, y un gran escritorio, lámparas y estantes para multitud de libros. El piso de barro brillaba como un sol rojo en las partes donde las alfombras lo dejaban lucir. Mateo no pestañeaba. De momento ni siquiera se percató de la gran mesa redonda de nogal con cinco o seis señores y dos damas sentados a su alrededor, que se hallaba en el lado derecho. Sólo la advirtió cuando de ahí don Pedro José se levantó y fue hasta ellos.

            —¡Mateo! ¿qué andas haciendo por acá?

            —Ha venido a buscaros, señor Bermejo —anunció el dueño de la casa.

            El chico tuvo que tragar saliva varias veces. Apenas si levantó la cabeza cuando expuso, torpemente, la razón de su llegada. Debajo de su miserable camisa sacó el papel y se lo dio al escribano, quien de inmediato lo leyó en silencio. Después estalló a voces, casi a gritos.

            —¡Dios mío! ¡Esto es gravísimo, señores! —Y con la carta en la mano andando de aquí para allá, no acertaba más que a repetir: —¡La guerra ha empezado, y la patria reclama nuestras presencias! ¡Pero nos piden que antes informemos a todos!

El caos invadió la estancia. Los demás, también de pie, le hacían mil preguntas al mismo tiempo. Entonces el anfitrión don Julio alzó las manos para tratar de calmar los ánimos.

            —Tranquilizaos. Primero, no debemos involucrar a este niño. Luego, ya sabremos cómo actuar. —Y volviéndose hacia Mateo, le extendió la mano que el chico, asustado, se vio comprometido a estrechar—. Quiero en nombre mío y de quienes aquí están, darte las gracias por la trascendental acción que has realizado esta mañana. Esta carta es fundamental para nosotros y tú nos las has traído. Muchas gracias, Mateo.

El muchacho, casi escandalizado, no soltaba la mano de don Julio mirándolo como si viera a un ser de otro mundo. ¡A él, el último de los criados del convento, un verdadero caballero le estaba dando las gracias!…  Nunca, jamás se imaginó tal cosa.

            Don Julio sonrió, de la mano de Mateo zafó suavemente la suya, y con unos golpecitos cariñosos en su espalda lo despidió.

            —Hasta pronto, hijo mío. Ya volveremos a vernos. Don Pedro José y todas estas personas, agradecidas se despiden de ti.

            Cuando el chico volvió a subir a la mula se encontraba tan pasmado que tomó el camino contrario hasta que, después de un buen trecho se dio cuenta y enmendó su error. Apenas se daba a basto con tantísimas palabras que le brotaban del alma, palabras sanas, libres de su tartamudeo.

            —¿Pero por qué lo habrá dicho? A nadie se le ocurriría darme las gracias a mí. Además, yo no he hecho nada… ¿Yo quién soy?…  ¡Pero Dios mío! ¡¿yo quién soy?!…

            Y de esta forma tomó la dirección de regreso, hablándose a sí mismo con incoherencias producidas por el impacto de aquel cálido reconocimiento a su persona que recibiera por primera vez en la vida.

            Más tarde y dada su distracción, ignoró al grupo que cabalgaba hacia él, hasta que ya muy cerca Mateo advirtió a cinco hombres mal encarados que lo empezaron a rodear.

            —Tú sirves a ese fraile traidor, ¿verdad, estúpido? Ya los hemos visto juntos en Sultepec. No puedes mentirnos.

            La respiración del muchacho se volvió vertiginosa. No sabía qué pasaba ni por qué lo abordaban de tal modo.

            —¡Contesta, cabrón! ¿eres o no el criado de ese malnacido de José Manuel Izquierdo?

Él, temblando de miedo, asintió con la cabeza repetidas veces.

            Uno de ellos se acercó hasta jalar con violencia su camisa.

            —¡Pues ése tu amo y tú van a dejar de jugar a los patriotas!

            Mateo alcanzó a ver que el rufián alzaba su puño y el primer golpe en la cara, le quitó el sentido.

*** 

            El volcán inmenso se alzaba justo a sus pies. Un misterioso ímpetu lo obligó a empezar a subirlo. Se asombró al constatar cuán fácilmente ascendía, como un paseo que transforma al caminar en un placer extraordinario. Y es que el paso de sus fuertes piernas ya era perfecto. Entonces se impulsó un poco y sonrió: también volaba. Mejor dicho sobrevolaba casi a ras de la inmaculada nieve. Así llegó hasta la cima sin necesidad de volver a tocar el suelo. Pero, de pronto, un buitre negro se dejó caer en picada sobre su pecho, y lo arrojó al abismo en una interminable y espantosa caída…

***  

A Mateo lo despertó su propio grito. Abrió los ojos y tuvieron que pasar lo que a él le parecieron siglos para que su cerebro empezara a funcionar mientras sus ojos, casi ciegos, adoloridos, se iban acostumbrando a las tinieblas.

CONTINUARÁ.

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