18/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

Infierno número dos

Fecha de publicación:

Aldo Rosales Velázquez

Nájera mira el cuadro una vez más; no lo entiende y tampoco se esfuerza en hacerlo. Deja resbalar la vista por el fondo gris plomizo y las figuras a ambos lados, mujeres con los ojos cerrados, desnudas, con una mano sobre el sexo y la otra sobre los senos. El fondo, pintado de gris, es la única parte de la obra que parece no haber sido recortada de una revista. 

—Es bella, ¿no es cierto? —pregunta un hombre a sus espaldas.   

Nájera mueve la cabeza en gesto ambiguo. 

—¿Le interesa? —continúa el hombre, y esta vez Nájera dice que sí. 

Están en una pequeña galería dentro de una plaza comercial que se inauguró apenas un par de meses atrás. El letrero en la entrada recalca que las obras expuestas fueron hechas por las internas de una penitenciaría femenil. Nájera entró para hacer tiempo antes de su siguiente cita, y ahora se pregunta por qué no escogió otro sitio.

—Infierno número dos —murmura Nájera con la vista en la pequeña placa de metal donde se anuncia el título de la obra, la autora y la técnica.

El hombre detrás de él, quien se ha presentado como el maestro de las internas, repite el título de la obra, dos veces, la segunda como si explicara algo que la primera no alcanzó a decir. Nájera pregunta el precio, piensa en regatear cuando lo escucha, pero no lo hace. Después se dirige a la entrada a realizar el pago. Le entregan la obra envuelta en papel amarillo y sale rumbo al restaurante de cortes argentinos donde se encontrará con un cliente al que, en alguna fiesta que ya no recuerda bien (a pesar de jactarse de tener una memoria prodigiosa) entregó una de las mil tarjetas que imprime cada bimestre y cuyo diseño nunca ha cambiado: “Eleazar Nájera Cabrera, vendedor de seguros”, en letras marrones sobre un fondo hueso.

Al llegar a casa, Nájera coloca el cuadro en la mesa al lado de la puerta, se dirige a la habitación y desmonta el marco donde alguna vez estuvo la foto de su boda. Limpia el área con una franela seca y regresa por el cuadro. Lo coloca cautelosamente. Retrocede un par de pasos y mira el collage una vez más. Sigue sin entenderlo, pero le gusta más que la primera vez. Recuerda el precio y lo dice en voz alta, saboreando las sílabas, luego lo mismo con el título de la obra. Trata de imaginar a la mujer que lo elaboró; trata de imaginar las revistas de donde las imágenes han salido; no logra ni lo uno ni lo otro y abandona la tarea cuando se da cuenta de que es a su mujer y a las revistas que ella leía lo que está imaginando. Nájera duerme profundamente por primera vez en más de tres meses. Al despertar de un sueño abigarrado, lleno de imágenes que no acababan ni empezaban del todo, sabe que eran ellas quienes, de pie, estaban en medio de una luz grisácea que no tenía principio ni fin.

Nájera vuelve a la galería al día siguiente. Tarda un par de minutos en identificar al hombre con el que habló la tarde anterior, el maestro de las internas. Al localizarlo, le pregunta si tiene alguna otra obra de la autora. El hombre lo mira intrigado, parece no entender de lo que habla, luego lo reconoce y sonríe.  

—Sí, ya sé de quién habla —contesta. 

Después de agregar que era la única pieza de la mujer en cuestión, lo invita a revisar la obra de las demás. Nájera accede y caminan por la galería que, a diferencia de ayer, luce despoblada y un poco triste. Ninguna obra le convence, sólo ve en ellas una especie de hacinamiento, como si dentro de cada marco se hubiera derrumbado una ciudad. El hombre le comenta que, si así lo desea, puede conseguirle otra obra de la mujer, pero que tendrá que esperar un par de días más. Nájera asiente, luego recula y pide, en lugar de ello, que le haga llegar un mensaje a la autora. El maestro, quien ahora insiste en ser llamado Emmanuel Benítez, saca de su bolsillo un pequeño cuaderno y lápiz, luego se coloca en actitud de escribano, atento. Nájera piensa qué decir y no atina a pronunciar palabra, aunque en su cabeza, como en la obra colgada en su habitación, las cosas se superponen en un orden no del todo comprensible.  

—Hagamos esto —propone Emmanuel mientras anota algo en el papel—, dígaselo usted mismo. Ella ya salió, ayer estuvo aquí.

Arranca la hoja del cuadernillo, la extiende y por un segundo parece arrepentirse. Toma el papel y sale de la galería. 

Después de llegar a casa, y subir a su recámara a descansar, Nájera tarda más de cinco minutos en enviar el primer mensaje, que ha borrado y redactado más de diez veces. Al final, se limita a un simple “Hola, buenas noches”, que es contestado casi al instante. La mujer, después de un par de mensajes, asegura no llamarse Olivia (nombre con el que firma sus obras y que tomó de su hermana) y acepta la propuesta de comer al día siguiente. Nájera se asegura de usar la palabra comer, la cual, piensa, no lleva ninguna carga emocional, a diferencia de cenar. Conciertan la cita en una plaza comercial antes de despedirse.  

Al día siguiente, justo a la hora acordada, Nájera está sentado en una de las mesas que rodean el kiosco de helados en la plaza, con un refresco de lata frente a sí. Han pasado veinte minutos y comienza a sentir desesperación de no ver llegar a la autora del collage. Mientras espera, revisa la conversación de la noche anterior, luego busca en internet algo relacionado a la técnica de collage, mas nada de lo que encuentra le parece interesante. Al verla llegar, intenta ponerse de pie, pero ella le dice que no es necesario.    

—Me llamo Eleazar, pero en realidad no me gusta tanto el nombre. Prefiero que me llamen sólo por mi apellido. 

La mujer asiente y se reacomoda el cabello detrás de la oreja izquierda. Han hablado por más de media hora y ninguno de los dos sabe bien a bien qué hace ahí, aunque no sienten deseos de irse. Ambos intentan abrir nuevas conversaciones que luego de un par de frases desechan: clima, política, comida. Después de unos momentos, la plática recae sobre el collage. La mujer asegura que aún no entiende del todo el proceso, pero que disfruta inmensamente recortar y pegar. Nájera pregunta de dónde salieron los recortes con los que fue elaborado Infierno número dos. La mujer confiesa no recordarlo. Hablan, o mejor dicho, ella habla sobre Emmanuel y el rol que desempeña en la vida de las internas. Flora (su nombre real) dice que si hay un amor que se sitúe entre el amor a un padre y el amor a un amigo, ese sería el que siente por Emmanuel. Nájera no logra entender del todo, pero asiente.  

Se levantan luego de terminar el último refresco. Bebieron dos cada uno, donde ahogaron más conversaciones tontas antes de que nacieran. Caminan por la plaza y sin darse cuenta lo hacen en círculos, siempre descendiendo, desde el séptimo nivel, donde se concertó la cita, hasta el basamento, donde Nájera estacionó. Durante el camino hablaron de la hija de Nájera y de la hija de Flora, a la que ella lleva tres años sin ver y él sólo dos semanas, que ha sentido como tres años. Estuvo tentado a decir algo sobre su exesposa, pero no le pareció conveniente: hablar de una sola de las mujeres de su vida, en lugar de ambas, se le hizo sumamente necesario.  

—Dejaron de visitarme a los pocos meses y mi marido volvió a su país. Claro, se llevó a la niña —en sus palabras había nostalgia, duda, coraje, todo ello superpuesto. 

Nájera se sintió tentado a preguntar más detalles sobre su matrimonio, pero se detuvo a tiempo. Luego, a su vez, él habló sobre el divorcio en un par de frases, después guardó silencio: las palabras parecieron extinguirse de pronto en su pecho; se confundieron con algo más que no cabía en ningún idioma. Suben al auto y Nájera arranca. 

Permanecen en silencio mientras las calles se alejan siempre un paso más en los espejos retrovisores. Nájera piensa que Flora le pedirá descender cerca de alguna estación del metro, pero pasan veinte minutos y ninguno de los dos dice cosa alguna. 

—Me hizo falta la ciudad mientras estuve allá adentro —dice de pronto Flora, luego se acomoda el cabello detrás de la oreja izquierda—. Mucho.  

Nájera entiende, o cree entender, lo que eso quiere decir. Se detiene en una gasolinera a llenar el tanque.  

Ha pasado una hora desde que salieron de la gasolinera. Nájera y Flora hablan esporádicamente, se limitan a mirar la ciudad o, mejor dicho, Nájera se limita a conducir y ocasionalmente observa a Flora mirar la ciudad. 

—¿Tienes hambre? —pregunta después de unos minutos. Flora asiente. 

Se detienen en un restaurante de comida china. Ella llena su plato hasta los bordes. Nájera mira que hay un orden en el acomodo de los guisos, a diferencia del suyo, donde todo es una masa informe. Se sientan a comer y conversan sobre los platillos. Flora usa constantemente los términos “adentro” y “afuera”; las palabras que emplea sobre uno y otro son opuestas. Al terminar la comida, Flora insiste en pagar. Él la detiene y dice que ya después le tocará a ella. Se miran, parece que la palabra “después” marca también un adentro y un afuera: no les importa. Salen y vuelven al auto.  

Está a punto de anochecer cuando Flora le pide a Nájera detenerse. Chispas de electricidad salpican los cerros cubiertos de casas, allá a lo lejos, pasando los últimos edificios de la ciudad. Bajan del auto. Caminan hasta una banca en el camellón de la avenida sobre la que estacionaron. Flora le pregunta a Nájera por qué la invitó a comer —se recarga en la palabra comer— y él responde, con sinceridad, que no sabe. Vuelven al silencio, sobre el que a veces colocan, una encima de otra, frases inconexas. Nájera le pregunta, de repente, si aún no ha vendido Infierno número uno, porque desea adquirirlo. Flora parece no entender la pregunta. Momentos después respinga, como si la verdad fuera un hielo en la nuca. 

—Sólo hice Infierno número dos —responde de forma tímida. Parece temer que Nájera, al enterarse de que no existe la pieza, se aleje de repente. Él está a punto de preguntar algo más, pero vuelve a guardar el aire. 

Flora comienza a arrancar pedacitos de una servilleta que guardó del restaurante chino. 

―¿Y por qué Infierno número dos? —pregunta Nájera—. ¿Por qué no Infierno número uno desde el principio? 

Flora suelta los trocitos de la servilleta, que caen con suavidad. La ciudad se incendia. A lo lejos, tras la oscuridad que tiende su telaraña entre los edificios, sopla el aire. Las miradas de Flora y Nájera caen, ruedan por el aglomerado gris frente a ellos mientras los trozos de papel se arrastran por el suelo en todas direcciones. Desde donde se encuentran, cada cosa en la ciudad, los edificios, los árboles, la noche, parece superpuesta; nada en realidad tiene un fin o un inicio definido. Aunque no lo dicen, saben que observan lo mismo, el mismo trozo de vida. Nada de esto va a repetirse y nunca van a olvidarlo, y lo que es peor, un día comenzarán a recordarlo de otra forma, a añadir o quitar cosas, trozos de otros recuerdos se encimarán a este, sin orden ni sentido. Nájera parece entender algo y no repite la pregunta.    

Después de unos minutos en silencio, Nájera se ofrece a llevar a Flora hasta su casa. Ella acepta y durante el trayecto guardan silencio, como si allá atrás se hubieran dicho algo vergonzoso o importante. Flora lleva su bolso de mano sobre el regazo, apretado con firmeza contra el cuerpo. El cuello se le tensa visiblemente al tragar saliva. Si Nájera fuera observador, notaría que llora; se daría cuenta, además, de que las mujeres, cuando están presas, aprenden a llorar hacia adentro. Flora desciende en un semáforo donde una avenida con nombre de platillo y otra con nombre de prócer se juntan. 

Al llegar a casa, Nájera bebe un vaso de agua y sube a su recámara. Se lava los dientes y luego de ponerse el pijama sale al balcón (siente que el balcón es la única parte de la casa donde está a salvo. ¿A salvo de qué?). Mira la ciudad, sobre la que una capa de contaminación es visible aun a través de la noche. Le recuerda Infierno número dos y sabe que no es casualidad: ese cielo es el mismo que hay en el fondo del collage, como si Flora hubiera amontonado, uno sobre otro, los días que estuvo encerrada, para subirse y mojar su brocha en el cielo de la noche, como en un gran charco de agua sucia flotando sobre la ciudad.

Nájera toma el teléfono y marca el número de Olivia (no de Flora), quien contesta casi al instante. Antes de decir algo, mira el cuadro colgado sobre su cama. Siente que ahora entiende algo que la primera vez no, pero no puede estar seguro. 

―¿Recuerdas de dónde sacaste esas imágenes? ―ella se toma un momento para pensar, pero al final no dice nada― Por un instante, pensé que ya las había visto.

―Tal vez así fue.

Vuelven a guardar silencio, pero ninguno de los dos corta la llamada. 

—¿Estás viendo el cielo? —pregunta, y de no ser suya, la frase le parecería estúpida. 

—Sí —responde, aunque Nájera la escucha abrir una puerta y salir a la lluvia de sonidos citadinos. 

—No vayas a colgar —suplica, como si los ojos de ella, sobre la oscuridad, fueran la columna que sostuviera las cosas—. No vayas a colgar —repite. 

Le cuesta trabajo reconocer su propia voz, que se quiebra en imágenes absurdas, pedazos de tiempo deslavado que se superponen.


Este cuento aparecerá en una antología temática dedicada a los monstruos, escrita por los integrantes del taller de narrativa de Grafógrafxs, la cual será parte de la colección Invitación al Incendio.

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