19/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

Tiresias

Fecha de publicación:

Demian Marín

These fragments I have shored against my ruins 

—Te veo, lector —dijo Tiresias. Y luego se arrancó los ojos.

Un ser humano.

La calidez de un ser humano.

El lecho tibio que deja un ser humano por la madrugada, cuando se levanta para continuar. La tumba de satín. 

Tiresias es un hombre, dicen los griegos. Es un panóptico, asegura Foucault. Es un profeta, afirma Eliot. Es una mujer, dicen los griegos. 

Tiresias es, realmente, una alegoría.

Todo sueño se convierte en hecho, y Tiresias lo enuncia. Ay de aquel cuyo futuro está en la lengua de Tiresias. 

Por algún lado comienza.

Lo justo es que comience con el fin de los tiempos.

Y en el fin de los tiempos hubo cuatro jinetes.

Tiresias observó el final. Todo final requiere un testigo. Y Tiresias no perdió detalle.

Vio el primer sello roto. Y el jinete, montado en un caballo blanco, apareció con su arco y su flecha, y lo saludó. 

Vio el segundo sello. Y el jinete, montado en un caballo rojo, declaró la guerra al mundo, blandiendo una espada. 

Vio el tercero. Y el jinete, montado en un caballo negro, pesó con su balanza el hambre de la humanidad. 

Vio el último sello resquebrajarse. Y el jinete, montado en un caballo verde, impuso de un solo tajo de guadaña la peste en el mundo. 

En esta escena, Tiresias se llamaba Juan.

El profeta andrógino vagó por ciudades desiertas. Llevaba en su mano los ojos que había arrancado de su rostro. Los mostraba a las urracas. Gemía y se retorcía. Buscaba a la muerte en los rincones. 

Luego, llegó la primera profecía, ataviada con lujosas vestimentas. Tiresias guardó silencio y se postró para escucharla. 

Franz tuvo también por nombre Tiresias. Su conflicto no fue el conocimiento del destino de los otros. Franz conocía su propio destino, y esa angustia lo llevó al lecho mortuorio. 

—Quémalo todo —dijo a Max, su amigo—. No debe quedar huella de mi existencia.

—Franz —dijo Max—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—Quema mi cuerpo, quema mi casa. Quémalo todo. Que no quede nada. Comienza por mis ojos. Estos ojos que han visto sólo podredumbre.

—Piénsalo bien —dijo Max—. No puedes morir así.

—Quema mi nombre, Max. Quema mis libros. Haz una hoguera rotunda, voraz. Quema tus manos, si es preciso. ¿Harás eso por mí, Max?

Max, resignado, prometió quemarlo todo.

Y Franz, que tuvo también por nombre Tiresias y vio su futuro, murió sosegado. 

El nombre (Tiresias) es el de una categoría. Los Tiresias son seres sufrientes, agoreros que penan por las calles, angustias encarnadas, víctimas de su propia noción de existencia. Los Tiresias no deben ser escuchados. Son sirenas de pechos vacíos. 

Tiresias es, en verdad, una prostituta brasileña que había sido raptada y, por falta de hormonas, se volvió hombre. 

Tiresias, la prostituta, miraba desde la cuenca vacía de sus ojos el momento exacto de su muerte, arrollada por el automóvil de un sacerdote. Miraba también el hocico de tres perros famélicos olisqueando su cadáver. “Una prostituta que ha vivido en el pecado merece morir de esa manera”, oía Tiresias en el sermón del sacerdote que la iba a arrollar. 

Y Tiresias descubrió, poco antes de su muerte, que no todo puede ser visto, que en el futuro no existe la noción de lo bueno, lo recto. Descubrió que todo ser humano carga consigo una insoportable levedad. 

Es muss sein! —gritó Beethoven, sordera y violín en mano.

Es muss sein! —dijo Tomás a Teresa.

—A veces Dios mueve a algunos de un modo especial a querer algo determinado, que es lo bueno, lo recto —dijo Santo Tomás.

Tiresias no dijo nada. Sólo dejó que el automóvil finalmente la arrollara. 

—Nada de lo que me ocurre ha sido por voluntad propia. Si pudiera escoger, tendría otra vida. No entiendo lo que me ocurre. Solamente lo acepto. 

La multitud contiene la respiración, escucha en silencio. 

—Todos ustedes deben aceptarlo, así como yo. Diré a cada uno el destino que tiene. Sólo pido que lo acepten. 

La multitud se abalanza hacia el ciego.

—Hombre virtuoso y sabio, dinos qué ves a través de nosotros. 

La paradoja del destino se basa en que un hombre mutile sus ojos para dejar de estar ciego.

El origen de Tiresias bien puede encontrarse escondido en un sótano que tenga mucho de pozo. Bien pudo haberse llamado Borges antes de ser clarividente. Bien podría decirse que, después de haberlo visto todo, desde el origen de las cosas hasta su derrumbe, Tiresias optó por mirar sólo el futuro, arrancándose los ojos allí mismo, arrojándolos al suelo, allí mismo, con la única esperanza de que Carlos Argentino Daneri resbalara y se desnucara, con la lúcida certeza de que, tres horas después, Carlos resbalaría y se desnucaría. 

En el profeta la palabra se vuelve divina.

—No veo nada —dice el profeta—, estoy ciego de ojos. La frase que esperan quienes me buscan simplemente aparece en mi boca, se forma sin que yo logre entenderlo.

En cuanto a la mentira, se vuelve un lujo que no todos pueden darse. Tiresias no miente. Tiresias nunca miente. Cuando habla, sus palabras edifican los hechos por venir. 

Tiresias envidia a los que mienten. En la mentira radica el mundo de lo imposible. Un mundo vedado para él. 

Un hombre pasó junto a un mendigo que era Tiresias. Lo reconoció. Hace años lo había consultado. Tiresias había predicho la muerte de su hermano. El hombre, con el tiempo, agradeció el gesto. De alguna manera, ver a su hermano a los ojos, saber que pronto moriría, le ayudó a aceptar su muerte, poco tiempo después. 

—Tengo hambre —le dijo Tiresias al hombre—. ¿Tiene usted algo para mí?

—Tiresias, ¿me recuerda?

—No —dijo Tiresias—. Los ciegos sólo tenemos memoria para el futuro. 

—No entiendo —dijo el hombre—. ¿Cómo un otrora hombre importante, con un gran poder de profecía, puede encontrarse en estas condiciones, mendigando alimentos en las calles, produciendo lástima en los paseantes? 

—Yo no construyo mi destino. Tan sólo lo acepto. Sé que moriré un día de estos. De hambre y de frío. Pero no será hoy, porque me darás de comer. Y mañana también. Seguramente, si vivieras más tiempo que yo, me alimentarías siempre. 

El hombre palideció.

—Hay ocasiones que la verdad duele —dijo Tiresias—. El destino siempre lo hace. 

Dime, Tiresias, ¿qué pasa por tu cabeza? ¿Imágenes borrosas de parajes recónditos? ¿Recuerdos de los tiempos en los que aún no enceguecías? ¿O tal vez logras ver caras, perspectivas, situaciones que no habías visto nunca? ¿O una red que te aprisiona y te engulle hasta el sofoco? 

Dime, Tiresias, ¿en verdad influye la voz de los que piden el dictamen en la imagen de su suerte? ¿Alguien te habla, te susurra lo que tienes que decir? 

Dime, Tiresias, las visiones del futuro, ¿de dónde vienen?, ¿son de adentro o de afuera? 

Dime, Tiresias. Mírame y dime: ¿cuánto me queda de vida? 

Un cadáver yace sobre una tosca mesa de madera, disimulada con un deslucido mantel de satín. Esa escena, en el destino de Tiresias, fue la única que no logró visualizar. 

Un cadáver no es ya una persona. 

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