20/Apr/2024
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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Segunda Parte. Capítulo VI

Fecha de publicación:

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO VI

Pero a pesar de su necesidad por volver a México, pudo más la firme determinación que con debida conciencia había tomado, porque ante todo era un hombre coherente y no podía desechar, así como así, su proyecto de vida.

A partir de ese momento, Amelia le respondía con cartas apasionadas, pero siempre dignas y dentro del más riguroso sentido del buen gusto. Andrés, casi sin darse cuenta, se iba prendando de la muchacha. Luego de escribirle, sentía la necesidad de caminar en esas noches luminosas de ciudad alegre.

Todas las calles de San Francisco estaban cruzadas de dos pares de rieles, y los tranvías corrían desde las seis de la mañana hasta las once de la noche, llenos siempre de gente. Los boletos costaban cinco centavos y podían comprarse en junto para muchos días. 

De tal suerte que siguió viajando por los pueblos estadounidenses, dándose a conocer como pintor, algunas veces por recomendaciones de Ignacio o de Carlos Agustín, y las más de las ocasiones consiguiendo exponer su obra en galerías importantes. Trabó amistad con maestros extranjeros, absorbió las experiencias que se le presentaron en cada viaje, saturándolo de vivencias, arte y superfluas aventuras sentimentales. Conoció lo mismo a un emperador brasileño que a poetas anónimos y delirantes. Viajó a caballo o en vapor alemán, visitando variados lugares. Y continuaba trabajando y ganando dinero, aunque a veces no tan satisfactoriamente como él hubiera deseado.

En sus cartas, Ignacio le pedía que descansara un tiempo. Que visitara algún sitio bonito que se le apeteciera para permanecer allí un lapso y reponer las fuerzas perdidas. Y Andrés María decidió hacerlo y partió a Las Cataratas del Niágara. Ahí estuvo un mes entero, al término del cual le escribió a su entrañable amigo:

“Este lugar encantador y ‘fulminante’ ha hecho el milagro de desahogar mis crispados nervios. Las cataratas son magníficas. Ahora se han puesto de moda, el turismo las ha popularizado y representan el área más industrializada. La demanda por observarlas hizo que en 1848 se construyera un puente para peatones y luego el puente de suspensión de Charles Ellet. Éste fue reemplazado por el de John Augustus Roebling en 1855…”.  Poco después regresaba a su eterna tarea: pintar.

 

Niagara-Falls-forn-the-American-Side-Frederic-Edwin-Church

Los años se alargaba provocando en el alma del pintor la añoranza por su tierra; nostalgia que más que las cartas de los amigos, las que le enviaba Amelia reforzaban aún más tal urgencia, causándole crisis de ansiedades.

Las primeras misivas que contestaba a la muchacha, empezaban con “Mi estimada chiquilla”, pero con el tiempo empezó a llamarla “Mi querida Amelia”. Así como las de ella dejaron de anteponer el “don” a su nombre, y, después, ya no lo trataba de “usted”, sino de un “tú” que emocionó mucho al pintor, dando de esta forma la idea de que había dejado de ser una niña.

Un día, en una de las epístolas que ella le enviaba, leyó extasiado un poema sobre la contradicción en la condición humana, y de qué manera tan sorprendente pasa el hombre de la tristeza más dramática a la estridente euforia, demostrando así su tremenda complejidad. Andrés quedó de verdad impresionado, porque era justo el estado de ánimo que en ese momento lo atormentaba.

                                            “Hay en el ser débil distancia

                                            desde el infierno hasta la gloria,

                                            sólo un matiz de la memoria

                                            que enturbia apenas su fragancia…”.

Así, esta respuesta ya no pertenecía a una niña, sino a un ser sensible definitivamente interesante. Días después, emocionado, Andrés le escribió:

         “Queridísima Amelia: Tu poesía me absorbe. La leo constantemente porque además de ser bellísima, extrañamente desborda sabiduría; y digo “extrañamente” porque casi es incomprensible que una linda jovencita de tan pocos años albergue esos razonamientos tan profundos. Yo te admiro, y… te valoro y te estimo tanto… Tu imagen en mi memoria se ha detenido en una bella criatura de 13 años y en mí se forja una de las cruentas contradicciones que señalas en tu verso…”.

Y entonces Andrés confirmó que conocía a la verdadera Amelia, aunque personalmente no la conocía, pero que, gracias a sus cartas, estaba enamorado de ella. Y, por si fuera poco, no podía olvidar el abismo de edades que había entre los dos. Es decir, toda una locura, lo cual le originó un gran conflicto interior.     

—¡Pero si es una niña! —pensaba y pensaba—. ¡Y yo tengo más de cuarenta años…! ¡No puede ser! ¡Mi amor hacia ella debe ser un inmenso pecado…!

Entonces cayó en una depresión tan fuerte que no salió de su hotel en varios días y no volvió a leer ninguna carta de Amelia.

Después, al continuar su vida, se dedicó frenéticamente a pintar. En una galería de Boston exhibió su cuadro Los ángeles rebeldes , inspirada en el poema El paraíso perdido de John Milton. La pintura tuvo tan grande éxito que el corazón de Andrés María desechó un poco de la amargura que lo llenaba.

 

Felipe-Santiago-Gutierrez-La-caída-de-los-ángeles-rebeldes

En ese estado de ánimo, una mañana, sintiéndose con el corazón y el alma un tanto fuertes, abrió una misiva de Amelia, donde ella apenas le escribía unas cuantas líneas:

“Ya me es insoportable tu silencio… Date cuenta que ha transcurrido el tiempo… Tú no lo sabes, pero hoy cumplo 20 años y desde hace siete que te amo. Nunca intervendré en tus disposiciones y no volveré a escribirte si tú no respondes a esta carta, aunque yo te puedo asegurar, siendo ya una mujer, que por tu amor esperaré toda mi vida. Tuya, Amelia”.

Eso era todo. Andrés, sin poder pensar en nada, dentro de un glorioso suspenso, escuchaba únicamente el acelerado golpeteo de su corazón. Todas sus dudas, todos sus desasosiegos desaparecían como si un hada los hubiera vuelto polvo con su varita mágica. ¡Veinte años había cumplido la niña pálida de los risos negros! Ella, su gran amor era ya una joven casadera.

Y le escribió en seguida. “…tú eres lo más importante de mi vida; te quiero con un amor desconocido, tan inmenso que no puedo explicarlo… pero, piénsalo, sigue existiendo una gran diferencia de edades: yo tengo 45 años…. Hoy mi amor por ti es como un elemento constitutivo de mí mismo… Te escribo y siento el placer que tú aún no conoces, de virar abruptamente de lo imposible hacia el amor, de la negación hacia la ternura… Mi niña, mi novia… ¡Volveré, volveré para casarnos y después, si tú quieres continuar el recorrido junto a mi será la bendición de una dicha inmensa!… Aunque si tú me lo pides, no volveremos a salir de nuestro país; haré con entero placer lo que tú desees…  Claro, claro, escribiré de inmediato a tus padres… Pero escríbeme inmediatamente confirmando que no sueño. Dime si con toda y absoluta convicción deseas ser mi esposa… Dímelo querida, querida mía…”.

         Y de este modo, a saltos y con incoherencias estallaba su pasión en aquel escrito que Amelia guardó hasta el final de sus días.

Las semanas pasaron tan lentamente que Andrés creyó enloquecer. Por fin, una tarde, encontró una carta con su nombre. La letra era de Amelia. Ahí mismo, temblando, abrió el sobre; sólo había una tarjeta con una pequeña flor violeta dormida sobre las letras que decían: “Ese ‘SÍ’ te lo dio mi corazón desde siempre; y esa florecita que recibes, tan humilde y tan poderosa, es un apasionado   NO-ME-OLVIDES. Tuya, Amelia”.

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