20/Apr/2024
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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo XIII

Fecha de publicación:

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO XIII

A pesar de que Andrés se entregaba en cuerpo y alma a sus clases y a la escritura de su libro de pintura, no dejaba de pensar en su hermano Gabriel. El mundo era un polvorín ese Siglo XIX.

México seguía en guerra contra Estados Unidos. Las relaciones entre el territorio de México, primero como virreinato español y luego como Estado independiente, y la joven república estadounidense estuvieron llenas de altibajos. Esta serie de intereses cruzados y divergentes habían provocado finalmente, en 1846, el inicio de un conflicto abierto entre ambas potencias. Esta guerra entre Estados Unidos y México no vio enormes campañas militares, como las que se habían sucedido en Europa a comienzos del siglo, pero sus consecuencias marcaron a partir de entonces el destino de los dos países.

Andrés, como todos, estaba al tanto diariamente de lo que iba sucediendo al respecto, no sólo como patriota sino con la angustia terrible de saber dónde estaba Gabriel de quien hacía meses desconocía su paradero.

Y es que, además de la invasión yanqui, y a pesar de ser ya México un país independiente, los españoles seguían manipulando a la población para sus intereses.

Hubo un momento en que el pintor decidió ir a El Oro, población donde residía su hermano según la última carta que Andrés recibió de él. Y si ya no vivía en ese lugar, ahí podrían informarle de su destino, así que pidió permiso para faltar unos días a sus clases.

Justamente estaba preparando sus cosas para partir a la mañana siguiente, cuando esa noche tocaron a su puerta.

Al abrir se presentó ante él un hombre joven, sucio, con ropa que a la vista no se había cambiado en mucho tiempo, sin rasurarse y, en fin, todo él con un aspecto deplorable. De su mano derecha colgaba una bolsa de yute.

—Me dijeron que aquí vive el hermano del Comandante Guzmán —dijo con voz cansada.

El corazón de Andrés dio un vuelco al contestar afirmativamente, indicándole que podía pasar.

—¿Cómo está Gabriel? —le dijo temblando mientras le ofrecía asiento al desconocido quien se sentó y habló sin mayores preámbulos: Gabriel, ya hecho un comandante de guerrillas y algunos de sus hombres luchaban en la sierra de Guerrero contra un grupo de gachupines hacendados quienes robaban, a base de asesinatos, las tierras de los indígenas de la región. Los guerrilleros se impusieron acabar con tales injusticias. En un enfrentamiento, los españoles perseguían a los pocos guerrilleros que habían dejado con vida, Gabriel entre ellos, los cuales, para defenderse mejor, entraron en una cabaña abandonada. Los hacendados la rodearon y le prendieron fuego. Gabriel murió ahí como un valiente.

—Por desgracia —continuó el hombre—, no encontramos más que sus cenizas. Yo vengo a entregarle sus pertenencias que dejó en su vivienda en El Oro. Hablaba mucho de usted, sumamente orgulloso de su hermanito, decía; por eso vine a decirle que mi comandante murió como un valiente para que usted también sienta un gran orgullo de su hermano mayor.

En una ráfaga de pensamiento, Andrés escuchó una voz interior que le decía “como nuestro padre, Andrés, como nuestro padre”.

Sin poderlo evitar las lágrimas resbalaron por su rostro. No obstante, con la mayor seriedad tomó la bolsa que el hombre le daba. La oprimió contra su pecho, preguntó al amigo de Gabriel si le podía servir en algo y lo despidió ofreciéndole su apoyo en cualquier circunstancia que necesitara. Después, sin abrirla, guardó la bolsa en su ropero para dejarse caer en una silla donde permaneció mucho tiempo, inmóvil, llorando en silencio, suelto en cuerpo y alma a su pena.

Aprovechando el permiso que le diera el Instituto, guardó esos días en un luto solitario hacia Gabriel. Lo recordó y lo quiso como nunca antes lo quisiera. Ahora, muerto, quizás de una manera incomprensible, lo sintió más hermano, más cerca de él como jamás lo estuvo.

                                                                     


Y continuó su vida.

Pronto sus alumnos vieron en él a un gran maestro a quien era imposible no aprovechar. Después de aquella noche triunfal, algunos conocidos le solicitaron les hiciera sus retratos. No eran muchos, y con la increíble habilidad que poseía terminaba rápidamente los cuadros que le pagaban con largueza.

Él había podido adquirir una casita pequeña en las inmediaciones del centro. En cuanto no tenía compromisos, después de terminar en el Instituto, corría a su casa para continuar escribiendo su Tratado de Pintura. Los sábados, generalmente comía en casa de Ignacio y muchos domingos paseaba por los alrededores con Tomás Zubieta que se había convertido en un amigo excepcional.

         Tenía una gran fe en su primer libro, su Tratado de pintura. Lo había comenzado con una “Dedicatoria” a Toluca que lo acogía, esperando que inspirara a la juventud a adentrarse en el arte como uno de los mejores obsequios de la vida. Luego seguía con un “Prólogo” en donde explicaba por qué había pensado en escribirlo después de leer otros tratados de diversos artistas que no lo habían satisfecho: “unos pecan de muy filosóficos y abstractos, que más bien parecen ser escritos para profesores que pisan los últimos peldaños del arte, que para los discípulos que apenas se inician en sus secretos; otros, han sido escritos con excesiva y nimia minuciosidad, la cual desciende hasta los más insignificantes pormenores, produciendo poco fruto a la enseñanza en su verdadero fondo”. Luego continuaba con una “Introducción” que estructuralmente dividía el libro en cinco partes. En la primera, describía los materiales, utensilios e instrumentos, y las preparaciones manuales que el dibujante pone en ejecución. En la segunda, trataba el dibujo con una explicación desglosada de su mecanismo y su parte abstracta. La tercera parte comprendía los procedimientos mecánicos de la pintura al óleo en cuanto a la preparación de los colores y sus combinaciones; la preparación de las telas, barnices y barnicetas, así como la construcción, entonación y último resultado del cuadro. En la cuarta se refería a la pintura a la “aguada”, y en la quinta, entraba a las reglas generales de la práctica junto con la manera de ejercerla, sentir estas reglas con claridad y trabajar con método. Su concepción, pues, era y sigue siendo perfecta para el aprendizaje de este magnífico arte. 

         Así, los meses se sucedían unos a otros, dándole una equilibrada resignación —ante la muerte de su hermano, el último familiar que le quedaba—, dentro de una rutina que le otorgaba satisfacción y seguridad. Con frecuencia se acordaba de la última vez que vio a Gabriel quien, al despedirse, le había hecho un cariño en la cabeza para después desandar sus pasos, volver junto a él y abrazarlo con fuerza. Ahora Andrés sabía que ese gesto había simbolizado su despedida.

         También llevaba correspondencia con Enrique Javier Ramos quien seguía becado, estudiando ya sus últimas semanas en Roma. Sus cartas fortalecían su ánimo. El cinismo de Enrique estaba lleno de sentido del humor y su desprecio ante todo lo solemne, lo hacía un iconoclasta encantador. “Yo pinto porque no puedo hacer otra cosa. No tengo opción, no me importa la opinión del público porque no pinto para nadie; además, no creo en el arte como la esencia de la vida. La esencia de la vida es vivirla, no pintarla, ni escribirla. Los hombres antes que nada necesitan comer, dormir, trabajar, hacer el amor… Obedecen ante todo a su instinto de conservación y algunos a la propagación de la especie. Sólo cuando estos instintos están satisfechos se ocupan entonces de las diversiones que pintores, escritores y poetas les proporcionan, es decir, tienen tiempo y humor para apreciar el arte”. Tampoco tenía ningún respeto por los pintores consagrados y se burlaba de ellos con tan agudo y fresco punto de vista que leer sus parrafadas significaba para Andrés, sacudirse de todo ese sentido del deber tan pesado como un fardo. “Y en cuanto a ‘los intocables’, como Delacroix, si los analizas, verás que lo que proporcionaron de bueno al porvenir de la pintura es mucho menor que los vicios que aportaron. Delacroix debió haberse conformado con ser un extraordinario imitador de Rubens, del Veronés y especialmente de Miguel Ángel. Su estilo barroco ya ni siquiera es utilizado por los artistas neoclásicos más trasnochados…”. Andrés se divertía escandalizándose de estos razonamientos. “¡Qué bruto eres Enrique Javier, qué bruto!”, decía para sí mismo muerto de risa, aunque había cosas que en vez de risa lo dejaban pensando durante días: “Acéptalo, Andresito, los humanos somos un animal muy raro, totalmente contradictorio. La contradicción rebasa nuestros razonamientos y nuestros miedos. Ella nos guía, nos estimula y nos mata. Nos afianzamos de la idea simplona que nos han hecho creer del libre albedrío, pero todo eso es mentira. Mira, yo salgo a la calle y hago lo que quiero hacer, lo que he pensado que debo hacer. Pero no tarda en caérseme la venda de los ojos cuando me doy cuenta que ese acto era sencillamente inevitable… Y no creas que hablo del faustuoso “destino”. No; tampoco existe; más bien la vida se resuelve en una especie de devenir azaroso, que sin ton ni son dirige nuestros pobres pasos. Por eso me he acostumbrado a no llorar por la leche derramada, ¿me entiendes?…”.

         Andrés sintió que Enrique llevaba razón. Pensó en su amor por Ausencia; ciertamente ahí no sirvieron todas las razones del mundo que se dijo a sí mismo para olvidarla: la pasión absorbió todo su ser. Con esa idea y ante el espejo, al rasurarse por la mañana, se sintió vulnerable; aunque, por otro lado, se le quitó un peso de encima al pensar que, en el fondo, las acciones del hombre muchas veces dependían de sus circunstancias.

         La personalidad de Enrique Javier era fascinante para Andrés. Su modo sarcástico, su reserva hostil, hacían difícil conocerlo íntimamente, pero lo que sí podía uno percibir era su tremenda fuerza trágica que lograba sacudir a cualquiera. El mismo Ramos le había contado que en su adolescencia y primera juventud había sido un místico apasionado; pero ahora ya no conservaba esos sentimientos por lo que se impacientaba con la vida al sentirse incapaz de manifestar las cosas que le sugerían los oscuros impulsos de su corazón. Andrés pensó que su inteligencia no se adaptaba a las funciones de su espíritu.

Un día, a mitad de la semana, un niño le llevó un recado de Tomás: “El próximo domingo te espero en la fuente central de la Alameda —el nuevo jardín que adornaba la ciudad— a las 12 del mediodía. Prepárate, porque te tengo una sorpresa”.

El sábado que comió en casa de Ignacio le preguntó si sabía algo al respecto. El abogado le aseguró que no, pero que ya faltaban pocas horas para que pudiera develar el misterio.

         Ese domingo se levantó tarde. Había trabajado en su libro hasta muy altas horas de la noche, pero llegó a La Alameda dando las doce campanadas el reloj de la iglesia de la Santa Veracruz.

         Todavía adormilado se sentó en una banca solitaria. A su alrededor, familias enteras paseaban disfrutando de ese día iridiscente de tanto sol. En un momento dado a Andrés se le cerraron los ojos. Una imagen sutil e informe de pronunciado color azul volaba dentro de su sueño. Un niño que corría casi se tropieza con sus pies y Andrés despertó de inmediato. Entonces, milagrosamente, la imagen adquirió un celeste vestido vaporoso y el hermoso rostro de una joven como de veinte años, quien, con su larguísimo y castaño cabello flotando al viento, caminaba justamente hacia él con paso ligero y al parecer sin tocar el suelo. Andrés parpadeó e instintivamente, con la boca entreabierta por el asombro, se puso de pie de inmediato. La muchacha llegó a su lado, sonriendo, estirando el brazo para ofrecerle su mano.

         —Soy Mariana —dijo.

         Como autómata Andrés le besó la punta de los dedos.

         ¿Continuaría soñando? ¿Por qué era todo tan real? Por fin, después de mucho y haciendo un esfuerzo, inquirió:   —¿Mariana?… —Le daba vueltas la cabeza.

         —Justamente: ¡la hermana de tu amigo Tomás Zubieta!

         Una alegría inexplicable inundó el corazón del muchacho cuando entendió la situación.

         —¡Claro, Mariana! ¡Mariana! —repetía tontamente.

         —¿Te ha gustado la sorpresa? —exclamó ella al tiempo que sentándose en la banca, de su saco jalaba a Andrés para que hiciera lo mismo.

         —¡Claro, la sorpresa! —dijo él como un tonto.

         Mariana se echó a reír. Andrés la miró embelesado. Su nariz, un tanto aguileña, su bronceado cutis aterciopelado, sus grandes ojos del color de la avellana, sus pestañas rizadas, sus cejas de finísimas líneas y su boca grande y sensual…  No, no era un rostro perfecto, pero sus facciones formaban un todo tremendamente sugestivo y seductor.

         —¡Despierta, hombre! —volvió a decir ella sin dejar su sonrisa—. Tomás lleva meses escribiéndome de ti.

         —Ah, por eso me has reconocido —balbuceó Andrés sorprendido por su osadía de hablarle también de tú acabándola de conocer.

         —Pues claro, te conozco desde hace mucho. Además, tengo en mi poder la reseña de la exposición de tus cuadros. ¡Magníficos, Andrés, son simplemente magníficos! ¡Te felicito! —y le echó los brazos al cuello.

         Él no supo si rodear con sus brazos la esbelta espalda de la joven o pedir a gritos que alguien lo auxiliara en tan embarazosa situación. De pronto escuchó la voz de su amigo. Mariana se desprendió del abrazo y Andrés volvió a ponerse de pie.

         —¡Tomás! —dijo.

         Zubieta sonrió moviendo la cabeza en señal de desaprobación.

         —Bien sabe Dios que no quería dejarla sola. Presentí que iba a hacer contigo una de las suyas; perdóname Andrés, pero se me escapó. Ahora, sobran ya las presentaciones.

         Los tres rieron contentos. Después de unas cuantas chanzas a cargo de Mariana, del brazo se fueron a dar vueltas por la Alameda. Ella no paraba de contar sus aventuras en España. Tomás sonreía, pero de vez en vez aplicaba a su hermana una leve reprimenda cuando ésta trasponía los límites del buen gusto burgués.

         Andrés estaba obnubilado; jamás había conocido alguien igual. Ella rompía todas las normas de urbanidad y, no obstante, la aparente imprudencia con que llevaba su vida, dejaba translucir una profunda candidez y una bondadosa intención que existían en todos sus actos, por más escandalosos que éstos parecieran. Por otro lado, su alegría de vivir era tan contagiosa que resultaba imposible, aun para el ánimo más amargo, no rendirse a su luz.

         Más tarde, sentados ante la mesa de un buen restorán, seguían charlando como si los tres hubiesen crecido juntos

         De pronto, Mariana interrumpió la conversación.

         —Bueno, Tomás, basta. Ahora se lo dices tú o se lo digo yo.

         —Dícelo tú. A mí me da vergüenza —respondió él.

         —Me tienen en ascuas. ¿Cuál es el misterio? —añadió Andrés sonriendo.

         —Pues que quiero ser alumna tuya. He decidido ser pintora —concluyó Mariana con toda sencillez.

         Andrés estuvo a punto de gritar de alegría.

         —¿Ser mi discípula? —Y luego, volviéndose hacia Tomás, dijo—: ¿Y pedirme eso te da vergüenza? ¡¿Por qué?!

         —Recomendar a mi hermana en cualquier cosa a cualquier ser humano, ya es un riesgo inminente al ridículo. Pero bueno, parece que ahora es en ella algo serio. Me lo ha venido diciendo desde hace mucho. Sin embargo… allá tú, Andrés. Yo, me lavo las manos.

         —¿Sí aceptas? ¿Sí aceptas? —repetía ella angustiada, mirándolo con tal ansiedad, que él no pudo contener la risa.

—¡Por supuesto, Mariana, tranquilízate! Será para mí un honor y un gran placer, te lo aseguro.

         Entonces la joven levantó los brazos y dio un grito tan fuerte que todos los parroquianos, asustados, volvieron la mirada hacia ella. Luego, sin parar mientes en dónde estaban, se puso de pie para correr hacia la calle. Allí, a cuanta gente pasaba le decía con seductora sonrisa.

         —Fíjese señor, fíjese señora que voy a ser pintora ¡una gran artista! ¿Qué le parece?

         Andrés se doblaba de la risa en tanto Tomás corría a traerla de nuevo a su lugar.

         —Eres el mismo diablo, hermanita…

         El sol estaba a punto de ponerse cuando se despidieron. Tomás le había dicho a Andrés que sus padres ya habían dado el consentimiento a las clases de Mariana, pero con la condición de que las impartiera en Zinacantepec, donde vivía la familia.

         Andrés caminó lentamente hacia su casa. Sin darse cuenta una amplia sonrisa no se le borraba ni de los ojos ni de los labios. El conocer a la hermana de Tomás había sido para él como bañarse en frescas aguas redentoras. Se sentía como recién nacido, sin ningún recuerdo que manchara una inmensa dicha recién descubierta. Se tiró en la cama para revivir cada gesto, cada palabra, cada mirada de aquella increíble muchacha quien parecía no pertenecer a este mundo.

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