Inês Lourenço
Algunos habitantes se quejan de las palomas. Del daño
que hacen a las fachadas, a las estatuas, a la pintura
de los automóviles. Las palomas no vuelan con gasolina
y tienen humanísimos hábitos como la gula, las
rivalidades del celo, la sed y la urgencia
de defecar. Detestan correas, jaulas, refugio
de casetas, ausencia de jardines
y adornos de plumas ajenas. Y por este divino
despojamiento reciben, a veces,
algún maíz, displicente dádiva,
de niños para una fotografía, o de benignos
viejos jubilados. Algunas mujeres continúan
socorriendo a los antiquísimos (y terrestres) gatos
callejeros. Gatos de mi infancia. De los muros,
de los fondos, de los patios —el Simbad, la Gorriona— con
restos de arroz en papeles grasientos. Cariñosas
ancianas, atentas a la famélica y materna condición
de las camadas, mientras las palomas y los viejos
picotean espacios de piedra donde llevaban alas
y entre todos asoma, por instantes,
la decaída alianza entre el Cielo y la Tierra.
Traducción de Sergio Ernesto Ríos